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El X Congreso Internacional sobre Investigación en la Didáctica de las Ciencias examina el valor del pensamiento crítico

Del rigor a la creatividad: ¿cómo educar en ciencia?

Cerca de 800 especialistas en Didáctica de las Ciencias llegados de medio mundo se han dado cita en Sevilla en septiembre. Junto a las clásicas comunicaciones y ponencias, los organizadores del X Congreso Internacional sobre Investigación en la Didáctica de las Ciencias plantearon diferentes diálogos en los que la informalidad de una conversación distendida permitiera internarse, de manera amable, en territorios complejos, esos que agradecen una mirada abierta, un debate que sume opiniones y experiencias. ¿Qué educación científica es relevante en el contexto científico actual? Así se planteó la pregunta en torno a la que tuvimos ocasión de dialogar con Marilar Jiménez y José López Barneo en el auditorio del Hotel NH Collection.

Destacados

Informa: José María Montero.

Asesoría científica: Marilar Jiménez, José López Barneo.


10 de octubre de 2017

Protagonistas:

De izquierda a derecha, José María Montero, Marilar Jiménez y José López Barneo.

De izquierda a derecha, José María Montero, Marilar Jiménez y José López Barneo.

En definitiva, se invitaba a examinar el valor del pensamiento crítico y cómo éste y otros pilares de similar calibre se revelan fundamentales en el desarrollo de la educación científica. El propio perfil de los dialogantes ya daba idea, antes incluso de que comenzara el debate, de dos elementos esenciales. Por un lado, la renuncia a la endogamia, incorporando miradas que suelen estar en la periferia de este tipo de análisis o que, incluso, son ignoradas o excluidas, como es el caso de la comunicación, de la divulgación científica. Y por otro la insistencia en lo anacrónico y estéril que resulta dividir la comprensión de la realidad en dos culturas, enfrentando Ciencia y Humanidades como si se tratara de compartimentos estancos.

El valor del pensamiento crítico

El debate se inició en torno a ese elemento nuclear que resulta consustancial a cualquier esfuerzo educativo: el desarrollo del pensamiento crítico. A juicio de Marilar Jiménez, «cualquier reflexión en torno a la mejora de la educación científica de nuestros jóvenes tiene que partir necesariamente de esa apuesta por el desarrollo del pensamiento crítico». Alimentar esa forma de raciocinio deriva en una serie de ventajas que no sólo benefician al individuo sino que repercuten en el conjunto de la sociedad. «Hablar de un pensamiento crítico», explica Jiménez, «es hablar de un pensamiento independiente, algo que no es fácil de conseguir cuando te tienes que enfrentar a tus padres o a las opiniones de tus iguales, una lucha que también se manifiesta en la comunidad científica donde a veces para avanzar es necesario cuestionar lo que acepta la mayoría». Y junto a la independencia también nace, de la mano del pensamiento crítico, la capacidad de analizar, de forma sensata, los discursos que justifican las desigualdades. «Para combatir el racismo, la discriminación de la mujer o el negacionismo en torno al cambio climático se necesitan argumentos científicos, y por eso en la escuela hay que diseñar actividades en donde los alumnos pongan en práctica el pensamiento crítico, actividades en las que tengan que debatir y reunir las pruebas que sostienen sus argumentos», concluye la catedrática.

Aunque en determinados escenarios resulte obvio, no está de más, como aportó Barneo, recordar que «el ser humano ha ido evolucionando, ha ido creciendo, gracias al desarrollo de la Ciencia, que es, no lo olvidemos, una faceta de la cultura». Y admitiendo dicha evidencia tampoco está de más detenerse en las dos escalas en las que se manifiesta el valor de una educación científica: la personal y la colectiva. «Necesitamos generar vocaciones científicas, cuidar a aquellos individuos que se van a dedicar a hacer Ciencia, y esto requiere crear entornos favorables en los que se puedan cultivar estas vocaciones, entornos en donde se necesita una buena didáctica de las ciencias, entornos que comienzan a ser decisivos en los primeros años de la educación de una persona», asegura este médico.

Pero junto a la escala individual, esa en la que se manifiestan las vocaciones científicas, hay una escala social que también requiere de atención. «El conocimiento científico debe impregnar a toda la sociedad, no para que todos seamos capaces de hacer Ciencia, sino para que todos sepamos reconocer el valor de la Ciencia y, sobre todo, para que gracias al pensamiento crítico seamos ciudadanos más libres, capaces de decidir con criterio sobre múltiples cuestiones, capaces de no dejarse engañar y tomar decisiones acertadas, decisiones que, en definitiva, nos harán más felices», sostiene Barneo. El ejemplo de los países nórdicos es recurrente: «No es casual», añade,» que, por ejemplo, un país como Noruega disfrute de un notable desarrollo y calidad de vida, que en él los individuos sufran menos desempleo y tengan más oportunidades. Estas ventajas nacen del respeto y el apoyo a la Ciencia, porque ciudadanos, administraciones y empresas saben que la excelencia científica es la única manera de mantener su nivel de desarrollo económico, social y cultural».

Atención y presupuesto

Mi papel en este diálogo es sumar interrogantes que estimulen la conversación y la búsqueda de soluciones y por eso, cuando aparece la referencia a los países más desarrollados, no puedo evitar la pregunta, directamente relacionada con la divulgación: la mejor garantía de que exista un apoyo real a la Ciencia y a su enseñanza, ¿no es que la sociedad comprenda qué sentido tiene una actividad que con frecuencia se contempla como inútil e indescifrable? ¿De qué manera conseguimos que los ciudadanos que viven alejados de esta actividad entiendan su sentido, de qué manera la vinculamos a los intereses e inquietudes reales de la sociedad?

Asistentes al Diálogo en el marco del X Congreso Internacional sobre Investigación en la Didáctica de las Ciencias.

Asistentes al Diálogo en el marco del X Congreso Internacional sobre Investigación en la Didáctica de las Ciencias.

Quizá, como señalaron algunos internautas que también quisieron sumarse al debate, sea absurdo plantear una mejora en la didáctica de las ciencias, en la propia divulgación científica a gran escala, si todo este esfuerzo se plantea en un escenario en donde se escatiman recursos económicos e infraestructuras, y donde la actividad científica sufre severos recortes. «Una cosa son las grandes declaraciones en favor de la ciencia y otra cosa son los números», denuncia Marilar. En países de nuestro entorno, precisa, «en esos países más desarrollados que tanta atención prestan a la ciencia, hay universidades que se gastan unos 150.000 euros por alumno y año mientras que en España la media apenas alcanza los 6.000 euros por alumno y año, y el dinero que estamos dedicando a investigación registra hoy los mismos valores que en 2009, así es que estas cifras lo dicen todo». Abundando en este argumento, José no tiene dudas en lo que se refiere a las prioridades presupuestarias: «Si me preguntan dónde hay que gastar los recursos limitados no tengo duda en que deben destinarse, con urgencia, a la educación, deben destinarse a mejorar las condiciones y el rigor del sistema educativo, por mucho que esos recursos también sean necesarios en el terreno de la investigación».

El sistema educativo, admite Barneo, «ha mejorado de forma notable en nuestro país, la Universidad es un destino accesible para la mayoría de los ciudadanos, pero en el camino hemos perdido mucho rigor, y eso ha generado fenómenos inexplicables pero típicos de la postmodernidad: individuos que utilizan los productos que se generan gracias al conocimiento científico, como los móviles de última generación, pero sin tener ni idea de ese vínculo, sin saber explicar cómo funcionan esas herramientas o, lo que es peor, mezclando ciencia con otros elementos para terminar envueltos en un terrible lío que es la antesala de las pseudociencias». Hemos perdido rigor, insiste, «y la única manera de solucionar esta pérdida es destinando más recursos a la educación».

Pero no sólo es una cuestión de presupuestos, también lo es de atención y de implicación de otros actores, como la familia o los medios de comunicación. «El conocimiento científico que se adquiere en el colegio o en el instituto apenas suma el veinte o el treinta por ciento del total, el resto procede de los medios de comunicación y de lo que aporta el entorno familiar», explica Jiménez. Y en esos dos escenarios, añade, «hay muy poca atención a la cultura científica, hasta el punto de considerar analfabeto al que no conoce El Quijote y disculpar al que confunde una acacia con un olivo». No tiene sentido, lamenta esta catedrática, «que una persona de 15 años pueda decidir que en lo que le resta de educación no va a ver ni una sola asignatura de Ciencias. Si eliges el bachillerato de Ciencias más de la mitad de las horas lectivas se dedican a las Humanidades, y es lógico que no se descuide la Historia o la Lengua, pero es absurdo que quien elije el bachillerato de Humanidades no tenga ninguna asignatura de Ciencias. Incluso se ha generado una corriente que lucha por el mantenimiento de la Filosofía como asignatura obligatoria porque, advierten, es la única disciplina que ayuda a pensar, como si las asignaturas de Ciencias no enseñaran a pensar, a razonar, a usar pruebas».

Todos esos elementos que queremos mejorar, puntualiza Barneo, «nos enfrentan un reto tremendo, porque hablamos de educación pública, de un producto que queremos ofrecer a toda la sociedad sin que baje la calidad del mismo, algo parecido a lo que ocurre con la sanidad». Los dos catedráticos coinciden en señalar que, a diferencia de los países que se suelen citar como modelo, en España ha transcurrido poco tiempo para poder apreciar los efectos de la educación a gran escala, de hecho los dos recuerdan cómo en su juventud formaban parte de esa reducida élite que alcanzaba los estudios universitarios. «No podemos llegar a ciertas metas en una sola generación, pero si de verdad queremos llegar a ellas además de tiempo vamos a necesitar esfuerzo, rigor, creatividad y financiación», remata José.

El universo digital

Las nuevas tecnologías de la comunicación pueden resultar decisivas en este empeño. El universo digital está modificando la didáctica de las ciencias y aquellos contenidos que escapan de los contenedores convencionales para transmitirse a través, por ejemplo, de las redes sociales, también están determinando la evolución de la cultura científica. «Soy una absoluta fan de YouTube», confiesa Marilar, «hasta el punto de que el primer día de clase le digo a mis alumnos que coloquen encima de la mesa sus móviles y tabletas porque las vamos a necesitar, no sólo para buscar contenidos, muchos de ellos en YouTube, sino también porque la enorme capacidad de computación que tienen estos dispositivos, las múltiples aplicaciones que incorporan y su carácter interactivo son virtudes que nos permiten mejorar nuestras prácticas y, por ejemplo, salir al exterior a medir el nivel de decibelios o a fotografiar el desarrollo de nuestros experimentos».

«El mundo digital», explica Barneo, «está facilitando la comunicación entre científicos, el intercambio de conocimientos, el acceso a la cultura, la conexión directa con la fuente original. Es una revolución que está multiplicando las capacidades del ser humano, pero, al mismo tiempo, y volviendo a lo que expuse al comienzo del diálogo, todas estas ventajas ponen de manifiesto la necesidad de individuos bien educados, individuos con pensamiento crítico, capaces de distinguir el ruido de la información, ciudadanos que no se dejan arrastrar por todas las mentiras que circulan en esos soportes y que son las que multiplican la incultura».

En ese tránsito hacia la excelencia Marilar vuelve a señalar el valor de las prácticas y la conexión con los problemas que realmente preocupan a los ciudadanos: «Es el propio alumnado el que debería diseñar las actividades prácticas a partir de los problemas que le planteamos, esos que provocan la búsqueda de argumentos, de pruebas, problemas vinculados a su propia vida, interrogantes que se relacionan con su entorno, con sus preocupaciones reales, como ocurre con el cambio climático o con las enfermedades, y en ese proceso de búsqueda, fundamentalmente práctico, tienen que enfrentarse a los procedimientos tediosos, al error, al fracaso, a la frustración, a todas esas situaciones que también forman parte de la Ciencia».

El propio fracaso, añade Barneo, es una pieza fundamental del trabajo científico y tiene un enorme valor que, en España, no suele apreciarse. «En nuestro país el miedo al fracaso es uno de los peores defectos del sistema educativo hasta el punto de que muchos jóvenes, cuando se lanzan a su vida profesional, no se convierten en emprendedores por miedo al fracaso, porque hay incluso una cierta celebración social del fracaso cuando lo lógico es que se considerara un mérito, que todo aquel que hubiera fracasado una o varias veces lo señalara en su expediente como prueba de haber intentado superarse. En otras sociedades nadie se ríe del alumno un poco raro, el más creativo, el que plantea iniciativas  que pueden parecer condenadas al fracaso porque ese alumno es el que un día inventa Facebook y convierte su idea en una empresa capaz de facturar millones de dólares, una empresa en donde no hay nada tangible, una empresa que es pura invención y atrevimiento. Ese alumno es fruto de un sistema educativo que se sostiene en el rigor pero que defiende la creatividad y aprecia el valor del fracaso».


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