28S, un día para celebrar que necesitamos la ciencia y que la ciencia nos necesita
Hoy se conmemora el Día Internacional de la Cultura Científica para reivindicar el acceso a un conocimiento que nos permite emocionarnos y aprender; para reclamar el derecho a beneficiarnos de sus resultados, y también para decidir cómo queremos utilizar esta poderosa herramienta que es la ciencia. Así lo hacen en este artículo Rosa Capeáns, directora del departamento de Cultura Científica y de la Innovación de FECYT y Cintia Refojo, responsable de la Unidad de Educación Científica también de la FECYT.
Mientras observamos, entre la fascinación y el sobrecogimiento, las imágenes del volcán de La Palma, hoy se celebra el Día Internacional de la Cultura Científica. Esta conmemoración tiene como objetivo visibilizar las actividades e instituciones que brindan espacios para que las personas hagan de la ciencia una parte relevante de sus vidas. En 2020, a iniciativa de la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICYT), a la que se unieron otras seis organizaciones, se propuso formalmente a la UNESCO su establecimiento el 28 de septiembre, en recuerdo de la primera emisión televisada de la serie de divulgación ‘Cosmos’ de Carl Sagan. Este año se han sumado más de 150 organizaciones de todo el mundo.
Lo celebramos en un momento en el que la ciencia se ha convertido en la protagonista de nuestras conversaciones cotidianas. Ya no nos resulta sorprendente leer en las redes sociales acalorados debates sobre aerosoles, hablar con nuestros vecinos sobre mascarillas y test diagnósticos o que, entre el ruido de secadores de la peluquería, alguien pregunte por la incidencia acumulada como antes preguntábamos por el último resultado deportivo.
Con esa asombrosa capacidad de adaptación que tenemos los seres humanos, hemos normalizado una nueva cotidianeidad que, hace no mucho, habría sido más propia de aquellos parroquianos imaginados por José Luis Cuerda que debatían sobre el rizoma de los ‘replantaos’ y el libre albedrío en Amanece, que no es poco. Ojalá algún día también podamos decir, parafraseando a Cuerda, aquello de “¿no sabe que en este pueblo es verdadera devoción lo que hay por la cultura científica?”.
Décadas de trabajo y cambios de paradigma
El esfuerzo por acercar la ciencia y la sociedad tiene un largo recorrido. En FECYT cumplimos 20 años con este empeño y podemos decir que ha habido un claro avance pero, también, muchos retos por delante. Nos gustaría creer que durante todo este tiempo, desde 2001, la institución ha sido un actor clave en el fomento de la cultura científica en nuestro país y en la promoción y desarrollo de la comunicación social de la ciencia.
En sus inicios, la fundación coordinó a escala nacional la Semana de la Ciencia por todo el país e impulsó los estudios científicos sobre la percepción que tenía la ciudadanía acerca de la ciencia y la tecnología. Desde entonces, y con carácter bienal, se han realizado en total diez encuestas sobre Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología que han permitido mostrar una evolución favorable en datos, como que el interés espontáneo de la ciudadanía por temas científico-tecnológicos ha pasado del 6,9 % en el año 2004 al 14,2 % en la encuestas de 2020, o que la participación en actividades de divulgación científica ha aumentado del 4,6 % en 2006 al 10,2 % en 2020.
Durante estos años, FECYT ha desarrollado en todo el territorio, y en colaboración con otras instituciones, proyectos que van desde certámenes de fotografía científica, monólogos y ferias de la ciencia hasta programas de verano para adolescentes en universidades. La fundación también coordinó la mayor celebración de la ciencia que ha tenido lugar en España, «2007, El Año de la Ciencia». La conmemoración fue dotada por el Gobierno español con un presupuesto específico destinado a que entidades de todo el país realizasen actividades de comunicación científica a lo largo del año.
A partir de ese momento, FECYT ha cofinanciado más de 3.100 proyectos de fomento de la cultura científica a través de una convocatoria anual que ya es indispensable en este sector profesional. Además, ha impulsado la creación de las Unidades de Cultura Científica e Innovación (UCC+i) —cuya red cuenta hoy en día con más de cien UCC+i ubicadas principalmente en universidades y centros de investigación—. Otro hito fue la creación de la agencia de noticias científicas SINC, primera agencia pública de ámbito estatal especializada en información sobre ciencia con licencia Creative Commons, que, a día de hoy, desempeña un papel clave como referente de periodismo científico de calidad y con función de servicio público.
En este largo camino, el concepto de cultura científica también ha evolucionado y sigue haciéndolo; y tanto la comunidad científica como la dedicada a comunicar la ciencia hemos aprendido cosas importantes. Hace algunas décadas parecía lógico pensar que la falta de alfabetización científica era el único problema, y que reduciendo ese déficit de conocimiento llegaría la solución a todos los conflictos sociales relacionados con la ciencia. Es decir, que la única razón para que alguien dudase sobre vacunarse, negase el cambio climático o cuestionase algún tipo de tecnología era la ignorancia. Las propias ciencias, en este caso las ciencias sociales, nos han enseñado que las cosas no son tan sencillas como suponía este modelo de déficit.
La clave no es (solo) la ignorancia
En 1986, en Chernóbil tuvo lugar el peor accidente nuclear de la historia. Años después, el sociólogo Brian Wynne trató de entender por qué los granjeros ingleses no confiaban en las advertencias de los científicos sobre la contaminación del suelo, que afectó a sus ovejas a consecuencia de la lluvia radiactiva. Encontró un contexto mucho más complejo que la simple ignorancia: sentimientos de desconfianza forjados por la historia local y la falta de transparencia; errores de comunicación de los científicos con los agricultores en los que se obviaron cuestiones como la incertidumbre; la amenaza que aquello suponía para la forma de vida de los granjeros; y la falta de atención hacia la sabiduría local, que podría haber ayudado a conocer mejor los riesgos y establecer soluciones.
“Hubo un funcionario que dijo que esperaba que los niveles [de contaminación]bajaran cuando las ovejas fueran alimentadas con alimentos importados, y mencionó la paja. Nunca he oído hablar de una oveja que siquiera considere la paja como forraje…”.
A Wynne y los granjeros ingleses les debemos un punto de inflexión al cuestionar esa creencia extendida de que el único motivo para no guiarse por la evidencia es la ignorancia y, sobre todo, un nuevo enfoque a la hora de comprender las complejas relaciones que se dan entre la ciencia y la sociedad.
Además del estudio de Wynne, publicado en 1992, otras crisis, como la de las ‘vacas locas’ en Reino Unido o la pandemia del VIH, también contribuyeron a profundizar en la compleja relación entre el público y la ciencia; una relación marcada por factores clave como la confianza, la transparencia y nuestra propia identidad. Quiénes somos va mucho más allá del conocimiento que poseemos.
Durante la pandemia, la ciencia que se ha colado en nuestras vidas no ha sido aséptica, perfecta y ajena al mundo, sino una ciencia humana y urgente, una a la que se le ven las costuras de la incertidumbre, una ciencia enmarañada con lo social y lo político. Una más parecida a la de esas otras crisis y, en definitiva, más real.
Porque las cuestiones científicas tienen profundas implicaciones sociales, éticas y políticas. Los virus, como entes biológicos, no distinguen entre clases sociales, pero sus efectos y los de las medidas para contrarrestarlos sí lo hacen. La inversión en ciencia, el reparto de vacunas entre países, la priorización de grupos vulnerables, el papel de la sanidad pública, las consecuencias de nuestro comportamiento en la transmisión, las medidas de prevención, su impacto en el medio de vida o la salud mental, la decisión sobre vacunarnos y muchas otras, son cuestiones en las que interviene el conocimiento científico, pero también nuestros valores y actitudes, individuales y colectivas.
Implicar al público
Todavía hoy seguimos debatiendo y cuestionando a qué llamamos cultura científica. Hemos entendido la necesidad de ampliar el modelo de una simple transmisión unidireccional de información a explicar el proceso científico e involucrar al público. Pero, sobre todo, hemos comprendido que resulta indispensable escuchar, porque ¿cómo pretender que la ciencia sea relevante para aquellas personas que no son relevantes para la ciencia?
Con ello en mente, creemos en la necesidad de seguir impulsando cuestiones fundamentales en la comunicación científica como son su evaluación, la integración de la perspectiva de género, la inclusión de públicos tradicionalmente alejados de la ciencia, el fomento de nuevos formatos participativos, la elaboración de estudios sobre cultura científica, el periodismo científico de calidad y el fomento del pensamiento crítico.
Hoy es un día para celebrar la cultura científica y eso significa reivindicar el acceso al conocimiento que nos permite emocionarnos y aprender, reclamar el derecho a beneficiarnos de sus resultados, pero también asumir la importancia de esta poderosa herramienta que es la ciencia y decidir cómo queremos utilizarla. Hoy es un día para comprender que necesitamos la ciencia y que la ciencia también nos necesita. Museos de ciencia, planetarios, universidades, centros de investigación, periodistas, comunicadores, divulgadores, científicos e instituciones trabajamos para llevar a buen puerto esa relación.
¡Feliz Día Internacional de la Cultura Científica!
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