La búsqueda de vida en otros planetas del Sistema Solar o en sus satélites es uno de los objetivos científicos más longevos y atractivos de la Astrofísica del último siglo. A principios del XX, Venus fue considerado un planeta con grandes posibilidades de albergar vida. Había varias razones para pensar así: junto a Marte es nuestro vecino más cercano, tiene una masa y una gravedad superficial muy similar a la de la Tierra y posee una atmósfera que se presenta cubierta, casi en su totalidad, por una capa de nubes perpetuas. Una preliminar (y errónea) detección de oxígeno a principios de la década de 1930 llevó a la ciencia y, sobre todo, a la ciencia-ficción a especular con la presencia de grandes océanos y, por qué no, de exuberantes selvas habitadas por exóticos seres vivos.[1] Estas elucubraciones no eran tan descabelladas si se admitía, como era el caso, que las nubes que cubrían el planeta estaban constituidas principalmente de vapor de agua.
No se tardó mucho tiempo en descartar la presencia de estos gases en Venus,[2] y las primeras observaciones con radar (ondas de radio) proporcionaron estimaciones relativamente precisas de las propiedades físicas de la atmósfera y de la superficie del planeta. El lanzamiento del Sputnik en 1957 desató la carrera espacial entre EE UU y la URSS y una de las consecuencias beneficiosas de esta rivalidad fue un conocimiento más profundo y detallado de los planetas que forman nuestro Sistema Solar. Marte y Venus acapararon la atención de las primeras misiones espaciales[3] y el desarrollo de nuevos materiales permitió incorporar detectores en un amplio rango de longitudes de onda, no observables desde tierra, que proporcionaron información de los fenómenos físicos que ocurren a diferentes altitudes en la atmósfera de Venus e incluso dibujar un mapa de la superficie del planeta con una resolución espacial de 100 m.
La atmósfera de Venus y su climatología parecían descartar cualquier posibilidad de vida en su superficie, al menos en el momento presente. Temperaturas del orden de los 500 grados centígrados, presiones cercanas a las cien atmósferas, lluvias de ácido sulfúrico y una gruesa capa de CO2 en la región más baja de la atmósfera no parecen un buen ambiente para el desarrollo de la vida. Pero, ¿qué pasa en la atmósfera?
La típica estratificación por densidad de las atmósferas planetarias conlleva, con la (diferencia de) altura, una variación de sus propiedades tales como temperatura y composición química. En el caso de Venus la composición química cambia de forma dramática con la altitud, lo que implica que diferentes capas atmosféricas representan diferentes sistemas físico-químicos en equilibrio dinámico donde se puede especular con la posible generación y presencia de una vida microscópica flotante. La primera propuesta de este tipo provino de un conocido astrónomo y divulgador, Carl Sagan, quien en 1961,[4] con los primeros datos de las misiones Venera, puso sobre el tapete una posible biología desarrollada en las capas interiores de la atmósfera de Venus donde el dióxido de carbono junto al agua (muy escasa pero presente a esas alturas) y otros elementos químicos provenientes de la superficie del planeta dieran lugar a la generación de microbios aéreos. Una vida inducida por la radiación ultravioleta solar y alimentada por reacciones químicas que fueran plausibles en esos ambientes extremos. A 50 km de la superficie de Venus, la temperatura y presión podrían ser próximas a las de la Tierra y la composición química presentaría similitudes con una Tierra primitiva donde se hubiera desarrollado o promovido la vida.[5]
En 1995, cuando se descubrió el primer planeta orbitando otra estrella diferente al Sol, se aceleró la búsqueda de indicios significativos de vida en la atmósfera de planetas y exoplanetas. ¿Cuáles son esos indicios? Pues, obviamente, aquellas atmósferas con características similares a la de la Tierra (a lo largo de su historia geológica) o con al menos alguno de los ingredientes básicos de las funciones vitales que observamos en nuestro planeta, entre ellos los desechos del metabolismo. Es evidente que los compuestos químicos expulsados a la atmósfera de la Tierra son muy dependientes de las diferentes especies vivas y de su interacción con el entorno, con un agravante adicional, muchos de ellos pueden producirse también en sistemas abióticos. Así, solo aquellos que se puedan adscribir inequívocamente a la actividad vital, o cuyo origen inorgánico sea poco probable en los ecosistemas terrestres, constituirán el conjunto de patrones químicos de vida que buscar en otros cuerpos celestes.
Uno de estos compuestos es el fosfano o la fosfina. Esta molécula está formada por un átomo de fósforo y tres de hidrógeno y, salvo en procesos industriales donde se fabrica como insecticida, su origen terrestre es biológico. Es muy reactiva y en contacto con el oxígeno da lugar rápidamente a óxidos y ácidos de fósforo por lo que su presencia en la atmósfera terrestre, aunque sea en pocas partes por billón, solo se explica por una aportación constante mantenida por la fauna microbiana.
La atmósfera de Venus ha sufrido numerosos escrutinios en este último siglo pero las observaciones del telescopio James Clerk Maxwell en 2017 y las más recientes del interferómetro ALMA en 2019 parecen mostrar que la concentración de fosfina en la atmósfera de Venus es 1000 veces superior a la de la Tierra.[6] ¿Cómo explicar esto? El equipo de investigación que ha realizado este descubrimiento ha llevado a cabo un análisis exhaustivo de las posibles reacciones químicas productoras de fosfina que pudieran darse en la superficie y atmósfera de Venus. De acuerdo con los datos geológicos y atmosféricos del planeta, estas reacciones químicas, modeladas bajo una amplia variedad de condiciones ambientales, no alcanzarían la concentración de fosfina observada. Así, de una forma muy sutil, el descubrimiento y su análisis inorgánico parecen dejarnos solo la salida biológica. De hecho, los autores no hablan de indicios de vida en el artículo principal sino de “química anómala e inexplicable”, aunque no dejan de proponer en las publicaciones aledañas[7] nuevas hipótesis sobre una posible vida microbiana en Venus.
Sin embargo, estos resultados no están libres de controversia y algunos colegas ponen en duda el punto fundamental: la detección de fosfina en esas cantidades. La medida de la abundancia de un elemento o compuesto químico en una atmósfera estelar o planetaria no es una tarea simple, sobre todo si las concentraciones esperadas son tan bajas como las obtenidas para la fosfina en Venus. Su huella espectral, normalmente un valle en el continuo de la luz, tiene poca profundidad y puede confundirse con el ruido innato a cualquier observación. Si a esto le añadimos la necesidad de modelar el espectro de la atmósfera terrestre en este rango de longitudes de onda y restárselo al observado, no es descabellado pensar que antes de continuar con las especulaciones vitales sería necesaria una confirmación de la medida de fosfina con el mismo u otro telescopio y diferentes modelos y técnicas de reducción.
Entonces, ¿dónde estamos? Pues donde suele estar la ciencia, en una búsqueda permanente, tratando de dirimir entre hipótesis plausibles con el desarrollo de nuevos experimentos y observaciones que confirmen o nieguen resultados dudosos y nos permitan decantar la solución al problema o… establecer nuevas preguntas.
P.D.: El mismo día que finalicé la primera versión de este escrito, un grupo de investigadores liderados por I.A.G. Snellen de la Universidad de Leiden, enviaron un artículo a la revista Astronomy & Astrophysics cuya conclusión es la siguiente (en traducción libre del que suscribe): “Encontramos que los datos de ALMA a 256 GHz, recientemente publicados sobre Venus, no proporcionan una prueba estadísticamente significativa de la existencia de fosfina en Venus”. La constatación de la necesidad de nuevos análisis de los mismos datos (penúltimo párrafo del artículo) no podía haber venido más a punto. Este trabajo se puede leer en https://arxiv.org/pdf/2010.09761.pdf
[1] Ver https://es.wikipedia.org/wiki/Venusiano, como muestra de la variada fauna asociada a Venus en la literatura de ciencia-ficción.
[2] Estudios espectroscópicos desde tierra solo encontraron trazas de oxígeno y vapor de agua, nada que pudiera apoyar que el constituyente principal de estas nubes fuera el vapor de agua.
[3] Las naves Venera y Mariner, rusas y norteamericanas respectivamente, fueron las pioneras en sobrevolar Venus y proporcionar información ‘in situ’ del planeta.
[4] Sagan, C. 1961, The Planet Venus, Science, 133, 849-858
[5] Esta propuesta fue desarrollada posteriormente por el mismo autor en 1967, con la colaboración de un bioquímico: Morowitz, H.A. and Sagan, C. (1967) Life in the Clouds of Venus? Nature, 215, 1259–1260. En 2018, con un mayor conocimiento de la historia geológica de Venus y de la estructura de su atmósfera, un equipo internacional formado por astrónomos, biólogos y paleontólogos interpretó algunas características del espectro ultravioleta como huellas de vida microbiana en la atmósfera venusiana, y propusieron un ciclo metabólico compatible con los datos observacionales, en la línea del primer artículo de Sagan: Limaye, S.S. et al. 2018, Venus’ Spectral Signatures and the Potential for Life in the Clouds, Astrobiology, 18, 1181-1198
[6] Greaves, J.S. et al. 2020, Phosphine gas in the cloud decks of Venus, Nature Astronomy, doi:10.1038/s41550-020-1174-4
[7] Ver, por ejemplo, Seager, S. et al. 2020, The Venusian Lower Atmosphere Haze as a Depot for Desiccated Microbial Life: A Proposed Life Cycle for Persistence of the Venusian Aerial Biosphere, Astrobiology, doi:10.1089/ast.2020.2244
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