Andalucía /
28 de mayo de 2020

¿Tiene sentido ponerse a dieta?

Fotografía ilustrativa de la noticia

Autoría: Elena Sanz

Los peligros que entraña «comer mal», muy especialmente abusar de los alimentos altamente calóricos y procesados, son más que evidentes. De hecho, han sido los malos hábitos alimentarios los que, junto al sedentarismo, han disparado en la última década la obesidad. Claro que esas dietas que se venden como «remedio milagroso» (dieta cetogénica, paleolítica o disociada) para deshacerse de las lorzas tampoco son la solución. Es más, los nutricionistas advierten que pueden llegar a resultar bastante dañinas.

28 de mayo, Día Nacional de la Alimentación

Los peligros que entraña «comer mal», muy especialmente abusar de los alimentos altamente calóricos y procesados, son más que evidentes. De hecho, han sido los malos hábitos alimentarios los que, junto al sedentarismo, han disparado en la última década la obesidad, que hace tiempo que alcanzó proporciones epidémicas a nivel mundial. Las cifras hablan por sí solas: la Organización Mundial de la Salud le atribuye alrededor de 3 millones de muertes anuales.

Ejemplo de plato hipercalórico formado por hamburguesa y patatas fritas congeladas. Foto: Pixabay.

Claro que esas dietas que nos venden como «remedio milagroso» ( y rápido) para deshacernos de las lorzas tampoco son la solución. Es más, los nutricionistas advierten que pueden llegar a resultar bastante dañinas. Y corremos el riesgo de que se termine cumpliendo aquello de que el remedio acabe siendo peor que la enfermedad.

«Ponerse a dieta» no es la solución

El problema empieza con una expresión tan manida como «ponerse a dieta», que suele referirse a «un acto puntual, que ocupa un breve periodo de tiempo y se pone en marcha por motivos estéticos o presión social, sometiéndonos voluntariamente a restricciones de diversos tipos de alimentos que se consideran excesivamente calóricos sin ningún asesoramiento profesional», analiza Amelia Rodríguez Martín, catedrática de Salud Pública de la Facultad de Enfermería y Fisioterapia de la Universidad de Cádiz. En cuanto se consigue bajar de peso, se retoman los malos hábitos. «Y eso es un error grave», sentencia la investigadora.

A la izquierda de la imagen, la catedrática de la Universidad de Cádiz Amelia Rodríguez.

Isabel Prieto, experta en Neuroendocrinología y Nutrición de la Universidad de Jaén, le da la razón. «En realidad, en vez de hablar de ‘ponernos a dieta’ deberíamos hablar de cambios en el patrón de alimentación, y si el cambio va dirigido a una mejora que promocione nuestro estado de salud, ¿qué sentido tiene limitarlo en el tiempo?», reflexiona. «El objetivo debería ser «adquirir unos hábitos alimentarios saludables que podamos mantener durante toda nuestra vida», matiza Amelia Rodríguez. Que pone énfasis en la necesidad de desterrar de una vez por todas la idea de que seguir unos buenos hábitos alimentarios es sinónimo de sacrificio o de privación. «En una dieta equilibrada están incluidos todos los alimentos; lo importante es controlar la proporción, la preparación y la asiduidad de su consumo», añade.

 

Con esta última frase echa por tierra de un plumazo los argumentos de la mayoría de las «dietas de adelgazamiento» que se han puesto de moda últimamente. Entre ellas la dieta crudívora, la paleodieta o la dieta cetogénica. Las tres se basan, precisamente, en excluir alimentos. Un error desde el punto de vista nutricional porque restringen los nutrientes, vitaminas y minerales. «Es como si a un coche que necesita gasolina diésel para funcionar le administramos gasolina de 95: no es viable», afirma Rodríguez Martín.

Dieta cetogénica: 3/4 partes de grasa

Analicémoslas una por una. Empezando por la dieta cetogénica, que en su formulación típica debe contener un 75% de grasa, un 20% de proteínas y solo un 5% de hidratos de carbono. «Desde el punto de vista nutricional esto supone un desequilibrio muy importante, ya que es ampliamente aceptado que al menos un 45% de la energía que tomamos debería ir en forma de hidratos de carbono», nos aclara Isabel Prieto. De hecho, la dieta cetogénica se denomina así porque provoca un desequilibrio metabólico llamado “cetosis” que aparece en ciertas enfermedades como la diabetes.

«No deja de ser llamativo que el 75% de esta dieta corresponda a grasas, que hasta hace poco eran ‘las malas’ en alimentación», subraya Prieto. Actualmente sabemos que más importante que la cantidad de grasa es la calidad de esa grasa. Pero se ha desplazado el papel de “malo de la película” a los carbohidratos, que tampoco lo son. «Se suele relacionar los carbohidratos con el consumo de cereales, olvidando que los carbohidratos están presentes en otros muchos alimentos como las legumbres, las verduras o las frutas», reflexiona Prieto. Olvidamos eso y que, igual que ocurre con las grasas, lo que importa es la calidad, por encima de la cantidad.

Isabel Prieto, experta en Neuroendocrinología y Nutrición de la Universidad de Jaén, junto a otras investigadoras de su equipo.

Para colmo de males, un reciente estudio de la Universidad de Yale (EE.UU.) sacó a relucir que las dietas ricas en grasa favorecen la inflamación del hipotálamo del cerebro, una zona responsable del «equilibrio» corporal (homeostasis, en la jerga científica) y el metabolismo.

De vuelta a la dieta paleolítica

La paleodieta también cojea. Se basa en una teoría según la cual si el sobrepeso y la obesidad se ha disparado en las sociedades industrializadas es por culpa de un desajuste entre nuestro genotipo y las pautas de alimentación actuales. «Explicándolo de una forma sencilla, nuestro ambiente ha cambiado mucho más rápido que nuestros genes», aclara Isabel Prieto.

Fisiológicamente el Homo sapiens está diseñado para, cuando hay disponibilidad de alimento, ingerir la mayor cantidad posible y exprimir al máximo su contenido energético. «Es una simple cuestión de supervivencia: esos mecanismos nos permitían sobrevivir durante los periodos de carestía, que ahora son casi inexistentes en la mayoría de las sociedades», señala la investigadora jienense. Muy al contrario, actualmente en nuestro entorno (y nuestras neveras) es tal el exceso en la oferta de alimentos, la mayoría con una alta densidad energética, que este mecanismo de supervivencia se ha vuelto un arma de doble filo.

La bollería industrial es un ejemplo de alimento ultraprocesado. Foto: Pixabay.

Estos argumentos deberían servirnos para desterrar los alimentos hipercalóricos y ultraprocesados de nuestro carro de la compra. «Pero de ahí a recomendar comer como lo hacían nuestros antepasados recolectores-cazadores hay un trecho», critica Isabel Prieto. Entre otras cosas porque supone «eliminar de nuestra alimentación no solo los cereales sino también las legumbres, que deberían ser uno de los pilares fundamentalmente de nuestra dieta». Prieto añade que no parece que «tenga mucho sentido renegar por las buenas de los beneficios que suponen la agricultura y la ganadería para la humanidad».

Estudios científicos recientes respaldan su postura. Sin ir más lejos, una investigación publicada en la revista European Journal of Nutrition  concluía que este tipo de dieta aumenta los niveles de TMAO, una molécula asociada directamente con las enfermedades cardiovasculares.

Crudo no es igual a nutritivo

La nueva tendencia a limitar la ingesta a comida cruda (o «raw food», por su nombre anglosajón) supone la renuncia voluntaria a otro avance de nuestra especie: el descubrimiento del fuego. Al fin y al cabo, cocinar los alimentos nos reportó ventajas, sobre todo porque exponer alimentos al calor suele aumentar la biodisponibilidad de sus nutrientes, como en el caso de la zanahoria o el tomate. A lo que se suma que el tratamiento con calor permite que nuestro aparato digestivo procese de manera mucho más eficiente los alimentos, aparte de eliminar posibles sustancias tóxicas.

‘Raw food’ o la tendencia a comer alimentos crudos. Foto: Pixabay.

«Por supuesto que nada es perfecto, y esto no es una excepción, ya que el tratamiento con calor provoca cierta pérdida de nutrientes esenciales en frutas y verduras, motivo por el que las consumimos en crudo», subraya Isabel Prieto cuando le pedimos opinión. Lo cual, añade, no justifica una dieta exclusivamente crudívora.

¿No mezclar para adelgazar ?

Poco sentido tienen también desde el punto de vista científico las dietas disociadas. Bajo este nombre se engloban dietas como la de Montignac o la «antidieta» que se fundamentan en no mezclar grupos de alimentos, concretamente hidratos de carbono o proteínas, dentro una misma comida. Eso implica que, entre otras cosas, prohíbe comer simultáneamente carne y patatas, mientras que sí permite combinar patatas y verduras en una jugosa menestra.

Carece de fundamento porque, para empezar, no hay alimentos «puros» que estén compuestos únicamente por hidratos de carbono o por proteínas. La mayoría contienen un porcentaje de ambos, además de grasas. Por otra parte, estudios científicos elaborados para ratificar su efectividad han demostrado que no hay ninguna diferencia en pérdida de peso entre una dieta que combina libremente los alimentos y otra que los disocia.

Dieta mediterránea

La que sí debería estar en boca (y en la tripa) de todos es, sin duda, la dieta mediterránea. «Desde la Sociedad Española de Nutrición Comunitaria a la que pertenezco defendemos a ultranza el seguimiento de esta dieta», nos confiesa Amelia Rodríguez. «Tenemos una gran ventaja, porque en nuestro país es tremendamente sencillo seguirla: disponemos de frutas y verduras en abundancia, además de pescado, aceite de oliva, legumbres y cereales», puntualiza. Precisamente, los ingredientes de la «fórmula mágica» mediterránea.

Alimentos variados que pueden formar parte de la dieta mediterránea. Foto: Pixabay.

Haría falta un reportaje completo solo para enumerar brevemente las ventajas de llenar nuestros platos de frutas, verduras, legumbres y cereales integrales a la vez que dejamos de lado los azúcares añadidos y las carnes procesadas. Basta decir que estudios recientes han demostrado que una dieta de estas características retrasa el envejecimiento de nuestras células.

Concretamente, una reciente revisión de 29 estudios que incluían a 1,67 millones de participantes estimaba que la dieta mediterránea reduce la mortalidad por cualquier causa en un 10%. Por su parte, el ensayo español PREDIMED, el mayor estudio de nutrición realizado en Europa, ha demostrado repetidamente una reducción de aproximadamente un 30% en infartos cerebrales o de miocardio con la dieta mediterránea. Además de que potencia el crecimiento de bacterias intestinales que frenan el declive cognitivo propio del envejecimiento.

Tanto buscar la fuente de la eterna juventud, y resulta que la teníamos desde hace siglos a nuestro lado.

La dieta vegana

El veganismo merece tratamiento aparte, dado que los motivos por los que se suele escoger esta dieta son fundamentalmente éticos. Quienes lo practican defienden un estilo de vida que evita dañar a los animales, prescindiendo del consumo tanto de alimentos como todos aquellos bienes cuya producción implique hacer daño o matar animales. Una elección personal que merece todo el respeto.

La pregunta que se hacen los científicos es: ¿a costa de qué? Si somos una especie omnívora, es lógico suponer que renunciar de por vida a los productos de origen animal no puede salirnos gratis. El estudio de mayor alcance sobre el asunto, realizado durante 18 años consecutivos y publicado por la prestigiosa revista British Medical Journal, revela que las dietas veganas y vegetarianas reducen el riesgo de sufrir enfermedades coronarias, pero aumentan la incidencia de accidentes cerebrovasculares (ACV).

Verduras en una barbacoa vegana. Foto: Pixabay.

De hecho, el cerebro es el principal damnificado cuando prescindimos de la carne. En otro estudio llevado a cabo con niños se comprobó que quienes consumen carne superan en desarrollo cognitivo y motor al resto de los críos. Seguramente porque los alimentos de origen animal son la principal fuente de vitamina B-12. Por si fuera poco, investigaciones recientes indican también que una dieta basada en productos vegetales puede causar un déficit importante de colina, otro nutriente crítico para la salud cerebral y el correcto rendimiento cognitivo.

Estos y otros inconvenientes se pueden solventar siempre y cuando se practica un veganismo controlado en el que se aporten los suplementos necesarios para compensen los déficits.


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