Rafael Serrano del Rosal, director del Instituto de Estudios Sociales Avanzados (IESA-CSIC), asegura que ya no están tan asociadas a la enfermedad como a la protección. Su uso en exteriores podría relajarse cuando el porcentaje de vacunados sea mayor y la incidencia caiga. Aun así, las mascarillas han venido para quedarse, lo que no tiene por qué ser negativo.
Mientras grandes zonas de Latinoamérica o Asia siguen devastadas por la pandemia, para el Occidente que acapara las vacunas el mundo pospandémico se acerca cada vez más. El fin del estado de alarma en España, decretado el pasado 9 de mayo, así como el creciente porcentaje de población vacunada —más de 7,8 millones de personas, un 16,6 % de la población— enciende el debate sobre qué medidas para luchar contra la covid-19 se pueden ir relajando para que, de forma progresiva, lleguemos a lo que sea la normalidad en adelante.
Todo apunta a que la vida no va a ser la que conocíamos —nunca lo es— y a que en esa normalidad y en cierta medida va a haber mascarillas. De momento, soplan vientos de esperanza. Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, anunció el 17 de mayo que “no tardaremos mucho en poder hacer propuestas para retirar las mascarillas en situaciones concretas”.
En España, las regulaciones sobre el uso de mascarillas dependieron de los gobiernos autonómicos hasta que a principios de abril una controvertida norma estatal, luego flexibilizada en parte, las hizo obligatorias en todo espacio público, playas incluidas. Lo único que confirman desde Sanidad es que será el Consejo Interterritorial —la reunión periódica entre los responsables sanitarios regionales y estatales— el que determine los siguientes pasos a seguir. Es esperable que, entre los primeros, decaiga la obligatoriedad de llevarlas en exteriores, donde los contagios son raros.
Como en toda situación inédita, no existen suficientes estudios sobre los que basar nuestras decisiones, pero el debate arrecia. En un reciente cara a cara en The BMJ, Babak Javid, profesor de Medicina experimental en la Universidad de California, y otros especialistas, reconocen que el riesgo de contagio de coronavirus es mucho mayor en interiores, pero argumentan que el uso de mascarillas en la calle ayuda a normalizar su uso.
De la opinión contraria son Muge Cevik, experto en infecciones y salud global de la Universidad británica de St. Andrews, y sus colegas, que esgrimen que obligar a usarlas en exteriores puede parecer arbitrario y erosionar la confianza de las personas. “Podría servir como un desincentivo para estar al aire libre, lo que podría empeorar el aislamiento social”, advierten en el mismo artículo. Según estos autores, los esfuerzos deben centrarse en reducir la transmisión en interiores y el uso de mascarillas en exteriores solo estaría justificado en aglomeraciones. No obstante, ninguno de los grupos respalda su obligatoriedad al aire libre cuando alguien está solo o con miembros de su hogar.
Más vacunas, menos mascarillas
Para Manuel Franco, portavoz de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (SESPAS), retirar la exigencia de mascarillas en exteriores tiene sentido a medida que avancemos en la campaña vacunal, como en Reino Unido, donde la tasa de contagios se ha desplomado al haber recibido el 55 % de los británicos la primera dosis y más del 30 % las dos. “Debemos ir preparándonos para decir que va a llegar un punto en que fuera podrá no llevarse, manteniéndola en interiores”, lo que “ayudaría a poner el foco en que el riesgo está en los interiores cerrados”, indica a SINC.
El coronavirus es más transmisible en interiores mal ventilados porque puede flotar durante horas mediante los aerosoles que exhala quien está infectado. Al aire libre, en cambio, se dispersan con facilidad. Por eso es mucho más importante usar mascarillas en una discoteca que, digamos, en la playa del Sardinero (Santander). De hecho, en países como Reino Unido o Alemania la mascarilla nunca ha sido obligatoria en exteriores. Israel, con la mayor tasa de vacunación del mundo, ya ha eximido de su obligatoriedad en lugares cerrados y espera decretar a finales de mayo el fin definitivo de su uso.
El periodista Dereck Thompson escribía recientemente en The Atlantic que caminar solo por la calle con mascarilla y quitársela para entrar a un restaurante a cenar con amigos es “como ponerse el cinturón con el coche aparcado y desabrochárselo al arrancar”. Sobre la creencia de que su uso en espacios abiertos puede favorecer su empleo donde más hace falta —en interiores no ventilados—, Thompson recordaba la elocuencia de la epidemióloga de Harvard Julia Marcus: “No recomendamos el uso de condones cuando las personas se divierten solas para que usen condones con sus parejas sexuales”.
Antes debería bajar la incidencia
Elena Vanessa Martínez, presidenta de la Sociedad Española de Epidemiología (SEE), recomienda cautela en la desescalada. Aunque reconoce que nunca fue muy partidaria de las mascarillas en exteriores, considera precipitado retirar su exigencia hasta que el porcentaje de vacunados no sea mayor y la incidencia acumulada no caiga, al menos, por debajo de 25 casos en 14 días por cada 100.000 habitantes.
“Hay comunidades autónomas que van muy bien, pero otras tienen todavía una transmisión muy alta”, advierte Martínez a SINC. En el conjunto del país, esa incidencia acaba de bajar de 150, la frontera a partir de la que el riesgo de contagio se considera alto. Pero, mientras Ceuta o la Comunidad Valenciana tienen menos de 30 casos, el País Vasco, Melilla y Madrid siguen por encima de los 200.
Por su parte, las agencias regulatorias de ambos lados del Atlántico empiezan a guiar la ruta de descenso. En encuentros entre personas con pauta vacunal completa, “el distanciamiento físico y el uso de mascarillas se pueden relajar”, según el Centro Europeo de Control de Enfermedades (ECDC). En una reciente e inesperada decisión, los Centros de Control de Enfermedades de Estados Unidos (CDC) han ido un paso más allá al anunciar que los estadounidenses que han completado su vacunación no precisan mascarillas ni distancia de seguridad, ni en interiores ni en exteriores en casi ninguna circunstancia, lo que sin duda acelerará estas decisiones en otros países.
Miedo a las caras descubiertas
Aunque para la mayoría estas medidas resultarán un alivio, para quienes tras un año de aislamiento y pérdidas dramáticas aún temen salir de casa por miedo a contagiarse, incluso estando vacunados, el remedio podría ser peor que la enfermedad. La periodista y escritora Melba Newsome ha definido a esta distorsionada percepción del riesgo como el “síndrome de la cueva” en Scientific American. Si ya les cuesta salir, ¿qué pasará cuando vuelvan a rodearse de caras descubiertas?
Según Rafael Serrano del Rosal, director del Instituto de Estudios Sociales Avanzados (IESA-CSIC), “se sentirán mal, pero se impondrá la realidad, igual que se impuso usar mascarillas”. Aunque algunas personas precisarán ayuda para superar la ansiedad o la agorafobia, este sociólogo de la salud explica a SINC que “cuando haya inmunidad de grupo y la incidencia baje a números casi inexistentes, la pandemia desaparecerá de los telediarios y de su entorno y eso les irá dando confianza”.
La cultura de la máscara y la confianza en la ciencia
Lo qué ocurrirá a partir de entonces es una incógnita. ¿Podrían las mascarillas perdurar en ciertos contextos o ciertas épocas? Aunque en Occidente asimilarlas ha sido complejo, en Asia Oriental su uso está muy normalizado desde que en 2003 padecieron el SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Grave), otra pandemia por coronavirus que nunca llegó a Europa. Según, por ejemplo, el Ministerio de Asuntos Exteriores de Japón, fueron los mineros del carbón y trabajadores fabriles quienes hace 150 años comenzaron a usar mascarillas con regularidad en el país del sol naciente. Las preferían negras para ocultar la suciedad.
Como en buena parte del planeta, en Japón se hicieron habituales durante la mal llamada gripe española de 1918 y sucesivas epidemias gripales. Pero en las últimas décadas se ha asentado la costumbre de usarlas para evitar la polución y durante las temporadas de gripe o alergias al polen, que afectan a un tercio de la población nipona. Ha llegado el punto de que hay quien las usa como accesorio de moda, e incluso se diseñan impregnadas en xilitol para mejorar su olor.
En declaraciones a la BBC, el profesor de historia japonesa de la Universidad de Georgetown George Sand, aclaraba por qué, a diferencia de muchos otros países en los que se generalizó la mascarilla durante la pandemia de 1918, los japoneses sí incorporaron esta prenda en su día a día. “Hay una falsa creencia de que adoptaron esta medida porque sus gobiernos son autoritarios”, explicaba Sand. “Lo hicieron porque confiaban en la ciencia. El uso de mascarillas era una recomendación científica, vista por los japoneses de ese entonces, en un país que estaba en un proceso de industrialización, como la adaptación al mundo moderno, como un avance tecnológico”.
Nos protegen también de la gripe
Cabe destacar también que, frente a las 3.900 personas que murieron por gripe en España durante la temporada 2019-2020, en toda Europa durante el último año solo se han confirmado poco más de 800 casos de la infección. Según el Sistema de Vigilancia de la Gripe en España, la virtual desaparición de la epidemia gripal anual es probablemente debida “al impacto que las medidas de salud pública implementadas para la reducción de la transmisión del SARS-CoV-2 han tenido en la transmisión”.
¿Tiene sentido entonces recomendar el uso generalizado de mascarillas en época de gripe?, ¿deberían usarla los profesionales de la salud en ciertos periodos? “No me parece descabellado”, considera Franco. Si bien entiende que para los sanitarios puede ser difícil llevarla toda la jornada durante muchos meses, cree que puede tener sentido para los usuarios que acudan a los centros sanitarios, en especial para los más vulnerables por edad o tener patologías crónicas.
A Martínez también le parece que puede ser buena idea recomendar, sin hacerlo de forma generalizada, que quien tenga síntomas respiratorios y use el transporte público utilice mascarilla para proteger a los demás. En los hospitales, añade, podría bastar con mejorar el cumplimiento de los protocolos vigentes. “Todo esto nos ha servido para aprender mucho no solo del coronavirus, sino del mecanismo de transmisión y las medidas de prevención”, destaca.
En lo que ambos coinciden de forma tajante es en que tendría que acabarse el ir a trabajar estando enfermo. Franco, que ha trabajado en EE UU, recuerda lo diferente de la actitud de los estadounidenses ante la gripe. Pese a ser un país que estigmatiza el absentismo laboral, “en otoño e invierno, ni se te ocurra ir al trabajo tosiendo”, advierte.
Serrano del Rosal cree que no se generalizarán las mascarillas en invierno, pero sí que habrá más. “Ya veíamos a más personas usándolas en los últimos años durante la época de alergias”. Pero ahora, recalca, “hemos roto el tabú y ya no están tan asociadas a la enfermedad como a la protección”. “Haberlas usado durante más de un año hará que las tengamos en casa y que en determinados momentos se puedan usar”, añade.
Este investigador también constata como algunos niños que han crecido en un contexto en que lo normal es usarlas se sienten cómodos con ellas y recuerda a unos adolescentes que no querían hacerse un selfi sin mascarilla porque no les gustaba su boca. También elucubra sobre el nicho de negocio abierto y cómo se dará salida al stock de la amplia diversidad de mascarillas habituales ya en muchos comercios. “Si hay un mercado que presione para su uso, seguro que consigue que nos las pongamos”.
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