Cuando mi amigo José María Montero me pidió unas líneas sobre literatura y ciencia recordé que no hace mucho había tratado un tema parecido en la sede de la Fundación Caballero Bonald, en Jerez, y posteriormente en un debate con otros grandes amigos, organizado por la Fundación Miguel Delibes, en el Museo de la Ciencia de Valladolid (luego recogida en Materia). No me ha sido difícil, por tanto, rescatar aquellos textos y hacer una especie de síntesis, resumiéndolos. Más complicado será que el resultado esté a la altura de lo que Montero esperaba de mí. Pero vayamos con ello.
Hace tiempo, un invierno soleado en Doñana, celebramos un encuentro de poetas y científicos donde hubo ocasión de charlar sobre nuestras inquietudes y proyectos, a ratos al calor de la lumbre en el viejo salón cinegético del Palacio y otros arropados por unas copas en el comedor. Asistieron, entre otros, José Manuel Caballero Bonald y su encantadora esposa Pepa, junto a Almudena Grandes y Luis García Montero. Leían en voz alta sus poemas en las dunas, entre arenas y pinos y sin más público que una docena de naturalistas e incondicionales, y confieso que aquello me perturbó. No me imaginaba a mí mismo leyendo a cuatro amigos los datos sobre el área de campeo del lince ibérico o cualquier otro resultado de mis estudios. En todo caso, se lo contaría, y podría hacerlo de muchas maneras. Me parece que en ciencia sólo algunas expresiones matemáticas, que no están hechas para ser contadas, tienen la belleza y requieren el rigor terminológico de la poesía. Por eso se armó la de San Quintín cuando Juanito Pérez Mercader, físico onubense tan inteligente y simpático como deslenguado, osó decir que los literatos lo tenían muy fácil, dado que podían escribir cualquier cosa, pues su única exigencia era que el trabajo resultara atractivo, no requería exactitud ni minuciosidad. Los poetas se lanzaron a su cuello y casi lo desgracian, invocando, con justicia, que pocas cosas hay tan medidas y ajustadas como un poema (tal vez por eso, dicho sea de paso, el alemán Weierstrass afirmó que “un matemático que no sea un poco poeta, nunca será un gran matemático”). Salvamos como pudimos aquel torpedo que a punto estuvo de mandar a pique el encuentro, y proseguimos con otros asuntos.
Creo que fue uno mismo el primero en postular que ciencia y literatura eran dos maneras valiosas y complementarias de acercarse a la realidad, de conocer el mundo. Les conté, y sigo pensándolo, que el inicio de Ágata ojo de gato, la gran novela de Caballero Bonald, era la mejor descripción que podía imaginar de la marisma de Doñana en pleno verano. Dice así: “No hay distancias ni contrastes ni puntos de referencia, sólo una inmensa fulguración taponando el campo visual, una gigantesca boca de horno vaciándose sobre el espacio calcinado…”. He leído cientos de estudios dedicados al Coto y contribuido a generar millones de datos, sé si hoy hace más o menos calor que hace treinta años, si queda más o menos agua, pero ninguna información científica me transporta tanto a julio en la marisma reseca como esas frases. Ahora bien, son afirmaciones de Caballero Bonald, le sirven a él y nos conmueven a sus lectores, pero no cabe contrastarlas, no pueden verificarse por otros escritores, ni compararse con lo que ocurra dentro de cinco o diez años. Y es que no es ciencia, sino otro tipo de conocimiento que está, me parece, más cercano a la percepción sensorial, a la emoción.
El poder de la palabra
Hago aquí un largo inciso antes de volver a la vieja reunión con los poetas. Suele decirse de los literatos que son “hombres (y mujeres) de letras”. ¿Acaso serán los científicos “hombres de números”? La propuesta no es descabellada. Galileo, padre de la ciencia moderna, afirmó que “el universo está escrito en lenguaje matemático y sus caracteres son triángulos, círculos…”. Ese es el lenguaje que descifran y utilizan los científicos. Ahora bien, ya mi padre, el escritor Miguel Delibes, afirmó una vez que él no se sentía un hombre de letras, sino un hombre de palabras. Y es que la literatura, la construcción y narración de historias para enfrentar e iluminar la realidad, es muy anterior a la escritura. En ese sentido, ¿será la matemática, y en cierto modo la ciencia, anterior a los números? Ricardo Gómez, matemático y ameno escritor, sugiere que los humanos primitivos (los neandertales, menciona) debían distinguir muy bien la monogamia de la poligamia, el número de hijos en un parto, la proporción numérica entre su grupo y otro grupo rival antes de una batalla. Ahora bien, ¿eso son matemáticas? Quizás no. Pienso que muchos animales saben cosas de ese estilo. Algunas hembras de pájaros se las arreglan para tener dos maridos alimentando a su prole, aunque sólo uno sea el verdadero padre; sin duda conocen su añagaza. También decían los cazadores de avutardas que éstas distinguían el número de piernas que iban ocultas detrás del telendón: “No pueden bajar de ocho, pues en ese caso los animales lo advierten y vuelan”. Distinto es que los primitivos supieran los días que faltaban para la luna llena, o para el regreso de las aves invernantes, y construyeran en base a eso sus planes y sus mitos. Mezclaban historias, reales o no, que apoyaban con números, y hacían con ello predicciones. Narraban. Y es que tanto las letras como los números no se bastan por sí mismos. La literatura y la ciencia son lenguajes, son formas de contar algo, formas de comunicar.
Es cierto que hay escritores, y también científicos (aunque quizás menos), que afirman trabajar para sí mismos. No necesitan, dicen, que los lean. Pero no es habitual. En el caso de la ciencia, que es una actividad acumulativa (recuerden la famosa frase de Newton, aquello de que veía lejos porque estaba “subido a hombros de gigantes”), si nadie conoce lo que has hecho, te has quedado a la mitad de tu labor. Tu conocimiento no valdrá para nada. José Antonio Valverde, defensor de Doñana y padre de muchos ecólogos de mi generación, tenía destellos geniales y una enorme curiosidad, pero a veces se conformaba con satisfacerla, dejaba de investigar los temas cuando creía tenerlos resueltos. “Ya no me divierte”, decía. Eso era motivo de algunas discusiones: “Tienes que convencernos a los demás”, porfiaba yo, “no basta con que tú estés convencido”. El científico aspira a comprometer a otros colegas con la bondad de sus resultados y propuestas. Tal vez por eso, pienso, le ayuda disponer de cierta facilidad literaria. ¿Cómo plantear la historia para que resulte atractiva? ¿En qué orden narrarla? ¿Qué aspectos puedo adelantar sin que disminuya el interés de quien me lea? Son cuestiones familiares a cualquier literato que asaltan también a quien se enfrenta a un artículo científico. He dicho muchas veces, medio en broma medio en serio, que me enseñó ecología un escritor, mi padre, y me enseñó a escribir un naturalista, Rodríguez de la Fuente. Lo que aprendí escribiendo la Enciclopedia de la Fauna me ha sido muy útil luego en mi vida profesional como investigador.
Cultura, ciencia y sociedad
Quizás más que nunca antes, en los últimos tiempos se ha puesto de manifiesto la necesidad de llevar la cultura y la racionalidad científica a la sociedad. Por un lado, los científicos nos sabemos deudores de la sociedad y queremos convencerla de que lo que hacemos es importante. Por otro, creemos que la racionalidad, la forma de pensar de los científicos, es útil e incluso necesaria para todas las personas. Llegados a este punto, cualquier científico propondrá que se utilicen las metáforas y otros recursos literarios para comunicar la ciencia. Un gran físico y divulgador, Richard Feynman, hablaba de trasladar al ciudadano normal “la música de la ciencia” y maravillar con ella. Decía: “Leer que la cantidad de fósforo radioactivo del cerebro de una rata se reduce a la mitad en quince días puede dejarnos indiferentes, pero ¿entendemos lo que significa? ¡Que los átomos ‘con conciencia’ de nuestra mente son las patatas que comimos la semana pasada!”. Otro maestro de divulgadores, el polémico genetista Haldane, hacía una recomendación que parece más propia de literatos que de científicos: “Saber para quién se escribe es más importante que la elección del tema (…); un artículo de divulgación científica debe interesar, e incluso emocionar, más que dar toda la información; hay que pasar de continuo de los hechos no familiares de la ciencia a los hechos familiares de la experiencia diaria…”. En esta línea somos muchos los que utilizamos las biografías y hechos familiares de los investigadores, propios de la actividad literaria, para tratar de llevar la inquietud y la racionalidad científicas a los lectores.
Pero déjenme volver al encuentro de poetas y científicos en Doñana. En algún momento hice ver a los escritores que gran parte de los poemas que nos habían leído enaltecían el misterio, los enigmas del mundo y del corazón humano. A este respecto, recordamos que Mankell, el escritor sueco, había dicho de alguna de sus protagonistas: “Su belleza era misteriosa, como todo lo bello”. Se diría que los humanos disfrutamos nadando en el mar de lo desconocido, quizás tratando de entenderlo. Aún estando de acuerdo en que tanto la ciencia como la literatura (o, más generalmente, el arte) abordan el misterio de nuestra existencia, coincidimos en que lo hacían de distintas maneras. La ciencia resuelve misterios, lo que no siempre agrada a los literatos.
Hay reacciones muy célebres, de las que quizás la más famosa sea la del poeta Keats, que en una cena brindó “contra la memoria de Newton, que ha destruido la poesía del arco iris convirtiéndolo en un prisma”. En la misma línea, y con la misma rotundidad, el novelista Lawrence afirmó que “el conocimiento ha matado al Sol, al reducirlo a una bola de gas con manchas”. Llegados a este punto, ya los contertulios habíamos tomado varias copas y aquella segunda desavenencia devino en bromas y risas. Creo que fue Luis García Montero el que, en ese ambiente distendido, nos hizo ver: “Acaba siendo bueno saber que no existen los Reyes Magos, pero no pretendáis que uno se entere sin disgusto”. A este respecto, las exageradas palabras de un escritor que fue científico, como Ernesto Sábato, pueden ser muy reveladoras: “La ciencia estricta (…) es ajena a todo lo valioso para un ser humano: sus emociones, sus sentimientos de arte o de justicia…”, pero “su utilidad aumenta a medida que se vuelve más abstracta (…). Su poder se obtiene a costa de una progresiva evanescencia del mundo cotidiano”. Si para cualquier niño es un golpe duro aprender que no existen los Reyes, tal vez para cualquier adulto lo sea deshacer el misterio de nuestros orígenes.
Ciencia y literatura están dirigidas por la curiosidad. Investigamos lo que nos gustaría saber. Escribimos lo que nos gustaría leer. Los resultados de ambas generan placer, a menudo trufado de insatisfacción, pues nunca son tan redondos, tan perfectos como uno desearía. La ciencia trata de deshacer los misterios de la naturaleza, intenta que dejen de serlo (aunque simultáneamente plantee otros nuevos, antes inimaginables). La literatura se recrea en esos misterios del estar y del ser, nos ayuda a vivir con ellos, nos propone encarnarnos en ellos. Desde aquí me atrevo a pedirles que calienten su corazón leyendo, aprovechando esa chispa emocionante de la literatura, y que al mismo tiempo armen su cabeza con la racionalidad y la libertad que aportan la ciencia y el conocimiento.
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