“La metafísica es el andamio de madera al que no se puede renunciar para continuar edificando. A lo mejor está permitido afirmar que la metafísica se transforma con el correr del tiempo en física[1]”. Con estas palabras, el Nobel Erwin Schrödinger declaraba la unión del pensamiento y la ciencia, es decir, aunque de modo inverso, nos acercaba al tema que hoy nos ocupa: Sin ciencia no hay cultura. En otro momento, por cierto, Schrödinger citaba a Ortega y Gasset, el cual, en 1930, escribió que la cultura “no hacía sino espumar de aquella [de la ciencia]lo vitalmente necesario para interpretar nuestra existencia”.[2]
¿Qué es, pues, la ciencia y qué es la cultura? Si consideramos el concepto de cultura, veremos que, según los estudiosos, procede del mismo término latino “cultura”, que significaba cultivar los campos, y que Cicerón empleó metafóricamente en Tusculanae Disputationes. En dicha obra, Cicerón hablaba de “cultura animi”, es decir, cultivo del espíritu, para dar a entender que éste, al igual que la tierra, podía dar frutos. La palabra “ciencia”, por otro lado, también deriva del latín, “scientia”, que indicaba un sistema “ordenado”.
En cuanto al concepto “cultura”, tal como lo entendemos hoy, parece, sin embargo, que cuajó en la época romántica. Así lo expresa José Antonio Alonso en un artículo[3]: “Para los románticos, con Herder a la cabeza, cultura representaba los valores, significados, signos lingüísticos y símbolos compartidos por un colectivo humano (un pueblo), que, a su vez, se consideraba como una entidad unificada y homogénea. La cultura era algo así como el ‘alma’ profunda de un pueblo”.
Posteriormente, las definiciones del vocablo cultura proliferaron. Entre ellas yo destacaría la de Levy-Strauss, que consideraba la cultura ante todo un sistema de símbolos. En su obra El pensamiento salvaje (1962), añadía, además, concretamente, que los símbolos y signos que la constituyen son productos de la misma capacidad simbólica que posee la mente del hombre, la cual permite, a su vez, el lenguaje. Y el lenguaje está en la base de la formación de todo colectivo humano
Respecto a la cuestión que nos ocupa, creo que este punto, que une capacidad simbólica y lenguaje, es fundamental pues remite a una manifestación casi intuitiva. Rastreando este tipo de manifestaciones descubrimos que, entre las primeras cosas que la mente capta y enuncia figuran ya elementos que serán objeto de la ciencia, y, en primer lugar, el número.
Desde los albores de la civilización, el número está presente -y contar es ordenar… Se dice que en las pinturas rupestres, en cuanto, junto a una figura hay un punto negro o rojo, eso supone el empleo de un signo, un principio de escritura. De pronto aparece una mano abierta con los cinco dedos extendidos, aparecen dos manos, tres manos… ¿Tienen estas manos carácter mágico, curativo, o representan una mano, cinco, y dos manos, diez? Casi toda la humanidad ha contado partiendo de las dos manos, con una base de diez. No así los aztecas y mayas –autores de magníficos calendarios- que contaban partiendo de las manos y los pies, por lo tanto con una base de veinte, lo cual queda reflejado en sus códices a través de puntos.
Se diría que el número es, pues, un inicio, pero, sin duda, cuando el hombre pasa de perpetuo nómada a descubrir la agricultura y “cultivar” –cultivar los campos, en efecto-, surge ya la posibilidad de un grupo asentado y, por tanto, sí, de cultura. El estudio del tiempo, de las estaciones, de lo que es propicio para la siembra, constituyen un gran impulso para el desarrollo, lo cual comporta, además, la contemplación del cielo. Pronto irrumpirá el calendario. Para entonces el hombre está ya contando. La presencia del número asoma en los grandes libros de sabiduría, que son, por sí mismos, compendios de la cultura del lugar donde se escriben. ¿No pone claramente en un primer plano el número, el hindú autor de las Aranyakas (600 años a.C.), cuando dice que el aire es “el dios y medio”? Y ¿no sigue “contando” a lo largo de todo el texto y desvelando, además, la importancia de lo que será tema fundamental de la física, la energía? Leemos, por ejemplo, en el “Quinto Bráhmana”, del Gran Upanishad del Bosque[4]:
Engendró el Padre los siete alimentos
con su inspiración divina (medhâ) y su ardor ascético (tápas).
Uno de ellos fue común para todos,
dos los compartió con los dioses,
tres para sí mismo los hizo,
uno lo entregó a los animales.
En este [alimento]está todo firmemente asentado,
tanto lo que respira como lo que no respira.
¿Cómo es que no se agotan nunca estos [alimentos],
si son continuamente devorados?
Quien, en verdad, conoce la inexhaustibilidad [del alimento],
toma con su boca alimento [abundante].
Ése hasta los dioses llega,
de la energía (ûrjá) vive.
Pero mucho antes -hablamos ahora de 3.000 años a.C.-, el arquitecto de las pirámides tenía en cuenta tanto el número como los astros. Los egipcios adoraban, entre otros, a Thot, dios de la escritura, la numeración y el tiempo. Para ellos todo era número, y además de crear un calendario relacionado con la agricultura, emplearon sus capacidades, por ejemplo, fijando la posición de las estrellas a cada hora. Su ciencia quedaba manifiesta en la construcción.
Observemos la pirámide de Keops (2.700 a.C.) y, para valorarla en su complejidad, imaginemos un corte norte-sur y ubiquemos sus dos “conductos del aire”, que son dos aperturas por las que entra la luz y, a la vez, dos verdaderos guías para el alma del difunto. Estos conductos se proyectan desde la cámara faraónica y trazan dos líneas orientadas de tal modo que la septentrional apunta al polo y la meridional a la constelación de Orión. Dicha constelación (equivalente a Osiris), con su estrella Sirio (Isis-Sethis), simbolizaba la renovación. La apertura al norte se dirige a la estrella Draconis, en torno a la que giran las Circumpolares, a las que llamaban “las indestructibles” porque nunca desaparecen del horizonte. Superada la prueba que todo hombre pasaba al morir, llamada “El peso de las palabras”, que consistía en detectar su verdad colocando en uno de los platillos de una balanza el corazón del difunto -las palabras- y en el otro la pluma de Maât -la regla eterna-, mientras Thot anotaba el resultado, el faraón ascendía a dichas estrellas Circumpolares para hallar su verdadero sitio en el cielo, ya que la tierra era sólo su reflejo. La cultura, incluidas, la estética y la ética, en el antiguo Egipto, estaba, pues, unida, al orden cósmico, la precisión y la vida de ultratumba.
Tampoco hay que olvidar que los egipcios eran expertos, entre otras cosas, en medicina hasta el punto de poder llevar a cabo la trepanación…
Fijémonos ahora en Sumer. Entre el 3.500 y el 2.000 a.C. su escritura tan compleja (contaba con 2000 signos) nos revela, a través de grandes listas lexicográficas, que se conocía la aritmética y, aunque se empleaba el sistema hexagonal, los expertos manejaban potencias, ecuaciones, fracciones y raíces. Los sumerios, además, medían el tiempo y desarrollaron la astronomía, descubrieron planetas y predijeron eclipses. Por sus conocimientos químicos, por otra parte, elaboraban medicinas y pomadas, de modo que se les debe El recetario más antiguo de la Historia (finales del tercer milenio a.C.). Considerando otro aspecto, allá por la dinastía de Ur (2.354-2.238), en tiempos de Gudea, se fija el relato de sus construcciones arquitectónicas y el hermoso relato del pájaro simbólico que se recoge en la “Tablilla del personaje de las plumas”.
Si avanzamos más, encontramos la biblioteca del asirio Asurbanipal (669-626) con 27.000 tablillas donde figuran textos de medicina, farmacopea, matemáticas, gramática, silabarios… Un siglo después (VI a.C.), los persas se revelaban como grandes arquitectos e ingenieros (creando extensos sistemas de drenaje), y también estadistas, políticos y legisladores de alto nivel. Esto es igualmente una ciencia, una ciencia estrechamente imbricada en la cultura y el poder. Los chinos, mientras tanto, lograban gran perfección en el tejido de la seda, y hallaban la energía del cuerpo humano, aplicada en la curación a través de la acupuntura que se practicaba ya en el siglo primero a.C. Todo esto, indudablemente, es el basamento sobre el que la sociedad se desarrolla.
Demos ahora un salto y veamos como en el siglo V. a.C., en Grecia, Platón (427-347) afirmaba que el libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos –cosa que no aceptaba su discípulo Aristóteles- y, por otra parte, a la entrada de su escuela colocaba un cartel con estas palabras: “que no entre aquí el que no sepa geometría”. Según él, existían unos elementos primordiales, a escala microscópica, las stoikheia, que, de hecho, eran letras, las letras del libro de la naturaleza, indiscernibles e indestructibles. Sus combinaciones se expresaban mediante fórmulas ecuaciones y daban cuenta de los cuatro elementos. Esto le llevaba a afirmar que todo el universo sensible, a escala astronómica, se reducía a las interacciones matemáticas de los elementos cuya naturaleza es exclusivamente matemática.
No deja de ser interesante que en su diálogo Fedón[5], situara en primer plano a Sócrates, el cual insistía en que durante su juventud quería saber física. Así vemos que dice a su contertulio Cebes:
“Escúchame, pues. Durante mi juventud estaba poseído de un deseo increíble de aprender la ciencia que se llama la física; porque encontraba admirable el saber la causa de todas las cosas, de lo que las hace nacer y las hace morir y de lo que las hace ser. Y no hubo molestia que no me haya dado para examinar primeramente si es del calor o el frío, como algunos pretenden, que nacen los seres animados después de haber sufrido una especie de corrupción; si es la sangre la que hace el pensamiento, o si es el aire o el fuego o si no es ninguna de estas cosas y solamente es el cerebro la causa de nuestros sentidos, de la vista, del oído, del olfato; si de estos sentidos resulta la memoria y de la representación nace finalmente la ciencia. Quería conocer también las causas de su corrupción; llevé mi curiosidad hasta el cielo y los abismos de la tierra para saber qué es lo que produce todos los fenómenos […]”.
Platón, por boca de Sócrates, hace aquí referencia a los presocráticos, desde Heráclito y Anaxímenes a Anaximandro o Empedocles y tiene asumidas las enseñanzas de Parménides, el cual daba forma geométrica al “corazón inestremecible de la verdad bien redonda[6]”. También presocráticos, Leucipo y Demócrito proclamaron la existencia del átomo. A lo largo de toda la historia, como podemos ver, la ciencia y las matemáticas han cimentado el avance de la cultura.
Dando ahora otro salto, en el Renacimiento italiano, hallamos a Leonardo da Vinci (1452-1519) que escribe: “Que no me lea el que no es matemático[7]”, y ya en la primera mitad del siglo XVII, el gran Galileo Galilei –que por cierto arremetió contra Aristóteles y su concepto de los movimientos del cielo en defensa de la teoría copernicana y acaso por ello sus ideas se acercan en unos puntos a las de Platón-, afirmaba: “La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que continuamente está abierto ante nuestros ojos (es decir, en el universo), pero no se puede entender si primero no se aprende a comprender su lenguaje y a conocer los caracteres en los que está escrito. Está escrito en lengua matemática y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin cuya ayuda es humanamente imposible entender nada; sin estas es como girar vanamente por un oscuro laberinto[8]”.
Pero ese laberinto… Sí, de pronto, se llena de una luz fantástica debido a unos números muy particulares, a los que se llamará “números imaginarios”. El físico Basarab Nicolescu, tras mencionar primero una célebre conferencia, pronunciada en 1908 por Henri Poincaré en la Socidad de psicología de París, y el libro Ensayo sobre la psicología de la invención en el dominio matemático, de Jacques Hadamard, escribe lo siguiente: “La historia de los números imaginarios es muy instructiva pues estos números son un puro producto del imaginario, entidades sin ninguna representación directa en el mundo natural. […] // Era muy conocido desde hacía tiempo, que el cuadrado de todo número (positivo o negativo) es positivo. Sacar la raíz cuadrada de un número negativo parecía, pues, una operación absurda, imposible y, con todo, en el siglo XVI, Gerolamo Cardano, uno de los personajes más extravagantes de la historia de la ciencia, se atrevió a introducir estos nuevos números (resultado de la raíz cuadrada de un número negativo). Como destaca Jacques Hadamard, estos números parecían ‘más próximos a la locura que a la lógica’, pero paradógicamente ‘iluminan toda la matemática’[9]”.
Después de relatarnos las oscuras peripecias vitales de Cardano, Nicolescu concluye: “En 1545 en el libro Artis magna sive de regulis algebraicis (llamado Ars Magna), Cardano estudia la solución de la ecuación de tercer grado e introduce, en su fórmula, estos números, llamados números imposibles. El nombre de números imaginarios fue inventado en 1637 por Descartes. Finalmente, la notación ‘i’, inicial de la palabra ‘imaginario’, que simboliza la raíz cuadrada de (-1), fue introducida en 1777 por Euler[10]”.
Dejando a un lado estos curiosos números, llegamos al siglo XX y el genio de Einstein arremete contra aquellas metáforas de un mundo hecho de números de modo desenfadado, pues afirma: “creo que no existe ninguna experiencia de la que se pueda deducir el concepto de número[11]”, lo que bien podemos interpretar diciendo que nada en la naturaleza nos lanza a las matemáticas. Sin duda su privilegiada mente “ordenaba” de modo fundamentalmente intuitivo, pues afirmaba, por ejemplo: “La razón es de todos modos impotente ante el instinto, y queda incluso paralizada si no la impulsa una voluntad animal[12]”. ¿Creía que la cultura puede ser también cuestión de los animales, como algunos afirman?
En su elocución The comon language of science[13] , dice: “El principio para observar un lenguaje fue delimitar acústicamente, o al menos llegar a ser libre para transmitir impresiones. Muy probablemente todos los animales sociales han llegado a una primitiva forma de comunicación, por lo menos a cierto grado”. He aquí una cuestión compleja.
Otro de los grandes del siglo XX, Werner Heisenberg, en Física y Filosofía, nos sitúa cara a la ciencia, su relación con el arte y el hecho de ser ambos un lenguaje: “los dos procesos, el de la ciencia y el del arte, no son muy distintos. En el curso de los siglos, ambos, la ciencia y el arte, forman un lenguaje humano mediante el cual podemos referirnos a las más remotas partes de la realidad; y los sistemas conceptuales coherentes, tanto como los diferentes estilos del arte, son diferentes palabras o grupos de palabras de dicho lenguaje[14]”.
Este es el hecho irrebatible: ciencia y cultura tienen la raíz común que destacó Levy-Strauss: la capacidad de simbolizar del hombre, pues al fin, esto hace cada palabra: representa, lo cual lleva implícita una dualidad, lo concreto y su abstracción. Entre ambos, el hombre tiende un puente con su intelecto.
Tanto el concepto de ciencia como el de cultura se han ido delimitando a lo largo de la historia, y acaso podría invertirse el planteamiento inicial y decir: sin cultura no hay ciencia. Para concluir, en vez de cerrar voy a abrir una puerta, pero una puerta hacia atrás, a la situación previa al planteamiento del tema que nos ocupa. Y ya que he empezado citando a Erwin Schrödinger lo haré también con unas palabras suyas. Su obra Ciencia y Humanismo[15] se inicia con el apartado “Influencia espiritual de la ciencia en la vida” y en él leemos: “Tendrán sin duda en la punta de la lengua la pregunta: entonces, ¿cuál es, para usted, el valor de la ciencia natural?” Y contesta un párrafo más abajo: “[…] averiguar lo más posible. Esto es la ciencia, aprendizaje, saber; esa es la verdadera fuente de todo esfuerzo espiritual del hombre. […] ¿No será ése el fin para el que estamos aquí?”
Yo no creo que estemos aquí con ningún fin, pero suscribo el agustiniano “nos, interrogantes”, y –ya sea movido por la ciencia o por la cultura- celebro ese impulso humano que nos hace dar siempre un paso más.
Universidad de Córdoba, 23 de noviembre de 2017
Referencias:
[1] Mi concepción del mundo, Tusquets, 1985, p.21.
[2] Cit. por J.L.Villacañas en una conferencia: Ortega en América, accesible en Youtube.
[3] “Cultura y desarrollo”, R. de Occidente nº 335, abril 2009 (pp.9-20).
[4] La sabiduría del bosque. Antología de las principales Upanishadss. Edición y traducción de Félix G.Hárraz y Óscar Pujol. Trotta, 2003, p.229.
[5] Diálogos, Austral, Espasa Calpe, Madrid, 1994, p. 188.
[6] Presocráticos, I, Gredos, p.439.
[7] Scritti scelti, Giunti, Firenze, 2006.
[8] Galileo, ed. V. Navarro Brotons, Ed. Península, 1991, p.87.
[9] Nous, la particule et le monde, Éditions du Rocher, 2002, Monaco, pp.133-134.
[10] Ibid., pp.134-135.
[11] Carta a Besso, 20.III.1952, Albert Einstein. Correspondencia con Michele Besso, Tusquets, 1994,p.406.
[12] Carta a Besso 5.I.1924, Ibid., p.215.
[13] Accesible en Youtube.
[14] Ediciones la isla/Buenos Aires, 1959, p.88.
[15] Tusquets, 1998, p. 14 y 15.
Nota de i+Descubre: Este texto, inédito, lo preparó Clara Janés para su lectura en la mesa redonda ‘Sin Ciencia no hay Cultura’, incluida en el VI Congreso Nacional de Comunicación Social de la Ciencia (Córdoba, 23-25 de noviembre de 2017, https://www.uco.es/ccsc2017/index.php/programa). Durante el desarrollo de la mesa apenas citó algunos párrafos del texto, por lo que desde iDescubre la invitamos a publicarlo íntegro en nuestra revista. Clara Janés nos regaló este artículo que hoy ofrecemos a nuestros lectores.
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