El uso de la mascarilla y la distancia social han sido dos de las medidas más efectivas para tratar de controlar la pandemia mientras las vacunas no llegaban a toda la población. En la población infantil, han disminuido las clásicas infecciones virales propias de la época. En este sentido, ¿se debería perpetuar el uso de mascarilla en la población infantil en temporada de alta circulación de virus respiratorios (otoño-invierno)? ¿Cuál podría ser el impacto de tomar esa decisión en la salud de los niños?
Nadie duda que el uso de la mascarilla y la distancia social han sido dos de las medidas más efectivas para tratar de controlar la pandemia mientras las vacunas no llegaban a toda la población. Nadie duda tampoco que es incalculable el numero de muertes que esta doble medida higiénica ha evitado.
En la población infantil, además, hemos observado una drástica disminución de las clásicas infecciones virales propias de la época. ¿Ahora bien, debido a esta disminución en las infecciones, se debería perpetuar el uso de mascarilla en la población infantil en temporada de alta circulación de virus respiratorios (otoño-invierno)? ¿Cuál podría ser el impacto de tomar esa decisión en la salud de los niños?
Hipótesis de la higiene: una teoría controvertida
Hay una controvertida teoría denominada Hipótesis de la higiene que establece que la exposición durante la etapa infantil a los diferentes patógenos contribuye al normal desarrollo del sistema inmunitario y previene de diferentes patologías relacionadas con la disregulación inmunitaria, como los procesos alérgicos e incluso enfermedades denominadas autoinflamatorias.
Según su autor, el epidemiólogo David Strachan, la ausencia de esta exposición puede conducir a defectos en el establecimiento de la normal tolerancia frente a antígenos inocuos. En otras palabras, si protegemos en exceso a los niños del habitual contacto con las infecciones típicas de la infancia, estamos “maleducando” a nuestro sistema inmune que se vuelve “consentido”.
Esta teoría, que tiene tantos adeptos como detractores, se promulgó en 1989. En aquel momento intentaba explicar el aumento en las enfermedades alérgicas durante el siglo XX atribuyéndolo al abandono del entorno rural, la reducción en el tamaño familiar (un solo hijo), el exceso de higiene o el abuso de los antibióticos entre otros factores.
Una cuestión de equilibrio
Esta teoría se ha ido revisando y actualizando con el tiempo y se ha profundizado en el mecanismo causal. La ausencia de exposición a las infecciones produce un desequilibrio entre dos de las principales poblaciones efectoras: células Th1/Células Th2. Ambas ramas efectoras de nuestro sistema inmune deben actuar en equilibrio. Sobre todo porque la insuficiente activación de la rama Th1 (actúa normalmente en las infecciones) podría conducir a una sobre-activación de la rama Th2, que es la principal responsable de los procesos alérgicos.
No me considero un férreo defensor de esta hipótesis, dado que presenta grandes limitaciones al no poderse aplicar a todas las poblaciones y ni siquiera tiene en cuenta la carga genética del individuo. Sin embargo, sí considero que el sistema inmunitario del niño tiene que desarrollar su proceso madurativo normal. Intervenciones muy continuadas en el tiempo (como las mascarillas eternizadas) podrían alterar el normal desarrollo de la respuesta inmunitaria.
Al fin y al cabo, nuestro sistema inmunitario madura gradualmente durante la infancia, especialmente en los primeros años de vida. En ese tiempo, el contacto con el ambiente, las infecciones y las vacunas van moldeando el sistema inmunitario hasta que alcanza su completa madurez.
No podemos olvidar, además, que una de las razones por las que los niños no hayan desarrollado la enfermedad de la covid-19 grave es, precisamente, la plasticidad de la respuesta inmune y la capacidad que tiene el sistema inmune del niño de enfrentarse a agentes infecciosos nuevos constantemente.
Si perpetuamos el uso de la mascarilla para evitar las habituales infecciones durante esta etapa, corremos el riesgo de perder plasticidad en la respuesta inmunitaria. Incluso podrían aparecer problemas relacionados con un déficit de regulación de la respuesta inmune.
La deuda inmunitaria
Una consecuencia del uso continuado de la mascarilla durante la etapa pandémica es la denominada “deuda inmunitaria”. Se trata de que los recién nacidos que no han desarrollado inmunidad a otros virus por las medidas de confinamiento y distancia social, sufren estas infecciones de forma tardía y con mayor virulencia.
Este hecho se ha observado en Nueva Zelanda con el virus respiratorio sincitial (VRS), muy común a finales de otoño y principios de primavera, y que suele causar un resfriado al que puede seguir una bronquiolitis. Durante el periodo de confinamiento estricto establecido por el gobierno neozelandés los niños no pudieron exponerse a todo el conjunto de variables ambientales y patógenos que moldean de forma natural su sistema inmunológico.
Tras la relajación de las medidas en este país, se ha observado con preocupación la multiplicación de los casos en lo que han venido a denominar el “pago de la deuda de inmunidad” Que esta situación pueda extrapolarse a otros países está ahora por determinar.
Adecuación de los protocolos a la situación epidemiológica
Con todo esto no quiero decir que se deba retirar de forma inmediata la mascarilla, ya que considero que es prematuro su retirada tanto en población adulta como infantil en entornos cerrados o de baja ventilación.
Lo que sí considero absolutamente fuera de lugar en vistas de la situación epidemiológica actual es el uso de mascarilla infantil en las actividades al aire libre. Su uso actual no está justificado de igual modo que se ha retirado en la población adulta.
Pienso que los protocolos deben ser revisados y actualizados para todos los grupos de población en función de la evolución de la pandemia sopesando siempre los riesgos frente a los beneficios de las medidas aplicadas. Y teniendo muy en consideración a la población infantil.
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