Un grupo de investigadores del Consejo Superior de Investigaciones Científicas analizan dos de los aspectos que pueden vertebrar la incidencia de la COVID-19 en las mujeres mayores en las residencias: la feminización de los cuidados y de la vejez.
Con la pandemia del COVID-19 como telón de fondo, el 8 de marzo es un buen momento para preguntarnos cómo la enfermedad afecta de diferentes formas a hombres y mujeres. Son muchos los estudios que han explorado la intersección entre el género y la salud, y este es uno de los campos más susceptibles de mostrar discriminación por razón de género.
En este caso nos interesa centrarnos en el grupo de personas mayores y, concretamente, en las mujeres. Ya sabemos que este grupo de edad está sufriendo de manera muy aguda los efectos de la pandemia. Sin embargo, no se puede caer en la trampa de la homogeneización, pues lo social está condicionado por la diferencia y la heterogeneidad.
Los datos han ido variando y difieren entre países. Sin embargo, parece que, especialmente al inicio de la pandemia, las mujeres presentaban una mayor prevalencia de COVID-19 que los hombres, aunque ellos tuvieran una tasa de letalidad mayor y más posibilidades de hospitalización.
Analicemos dos de los aspectos que pueden vertebrar la incidencia de la COVID-19 en las mujeres mayores en las residencias: la feminización de los cuidados y de la vejez.
La feminización de los cuidados
En primer lugar, es importante destacar que los cuidados, formales e informales, han recaído tradicionalmente en las mujeres. Esto, por un lado, podría afectar al riesgo por la exposición al virus en los lugares de trabajo (residencias y hospitales). Por otro, conllevaría un mayor riesgo de contagio también en los hogares.
En definitiva, la pandemia ha puesto de relieve cómo la organización social de los cuidados involucra y afecta a las mujeres de manera específica. Esto arrastra consecuencias en distintos ámbitos, como el de la salud.
Desde que comenzó la crisis sanitaria sabemos que los profesionales de la salud han estado más expuestos al virus que otros sectores y grupos de población. En España se han contagiado casi 50 000 sanitarios, una población en la que el 66 % son mujeres, según datos recientes del Instituto de la Mujer.
Por otro lado, la atención de las personas dependientes recae en gran medida en las familias. Particularmente en las mujeres, algo que resulta preocupante si pensamos en la cantidad de cuidados que se han demandado como consecuencia de la pandemia.
Esta posibilidad de ser infectadas en mayor medida que los hombres ya se vio en epidemias anteriores como la del ébola y el zika, debido al rol protagonista que tienen en los cuidados familiares y por estar en primera línea de los servicios asistenciales.
Además, la OMS también publicó un informe en 2007 en el que exponía cómo a principios de los 2000, entre los casos de SARS que se registraron, más de la mitad se dieron entre mujeres. Esto no tendría por qué repetirse, pero que sirve como orientación con respecto de las dinámicas de infección y exposición que se han ido sucediendo en el mundo.
El informe también señaló que las diferencias entre mujeres y hombres adultos se daban en términos de exposición, es decir, en el plano de los patrones de actividades e itinerarios sociales que los diferencian. De esta forma, se sugiere que los hombres tendrían mayor riesgo de contagio en el trabajo, y las mujeres en los hogares y en las actividades diarias donde se producen contactos directos.
La feminización de la vejez
Junto con la feminización de los cuidados encontramos la feminización de la vejez. Según el Instituto Nacional de Estadística, en 2019 las mujeres contaban con una esperanza de vida de 86 años, frente a los 80 de los hombres. Esto inevitablemente dibuja un contexto específico de la COVID-19 en franjas de edad avanzadas.
La crisis sanitaria actual ha hecho que, desde diferentes instituciones, se haya puesto de relieve el riesgo de caer en lógicas edadistas que favorezcan imágenes nocivas en torno a la vejez, que invisibilicen sus problemas o inquietudes y dificulten el acceso a servicios y prestaciones. Las personas se ven atravesadas por múltiples características y, entre ellas, la edad y el género se entrelazan. Esto puede desencadenar una doble discriminación: por ser mujer y por ser mayor.
Como vemos, las residencias son escenarios en los que la feminización de la vejez y de los cuidados aparecen de forma clara. Las personas residentes son mayoritariamente mujeres y, a su vez, son habitualmente cuidadas y atendidas por mujeres. A la vista de los datos que facilita el IMSERSO, y a falta de información de cuatro comunidades, en 2019 había en España 276 924 personas de más de 65 años viviendo en residencias, de las cuales el 70,4 % eran mujeres y el 29,6 % eran hombres.
Esta misma situación está documentada con gran precisión en otros países desarrollados como Canadá, que se ha visto muy afectado por la pandemia en las residencias. Este circuito de exposición y contagio sería una metáfora dentro de la cual están algunas de las claves de la división sexual del trabajo y su impacto en la salud de la población.
La población residente se ha tenido que enfrentar al aislamiento y, en muchos casos, con la imposibilidad de continuar con sus tratamientos habituales. Esto ha tenido consecuencias importantes en su salud, así como en el bienestar de familiares y trabajadores. Todos estos escenarios de afectación (familias, residentes y cuidadores) están atravesados por formas de organización social tradicionales en las que las mujeres son los agentes más habitualmente implicados.
No se trata de afirmar que la COVID-19 afecte más o peor a las mujeres que a los hombres, sino de ser conscientes de que la salud es otro ámbito más en el que el género introduce diferencias. Obviar esto puede multiplicar las posibilidades de discriminación o desatención de más de la mitad de la población.
De este modo, habría que preguntarse cómo poner en marcha estrategias políticas y sociales que tengan en cuenta las diferentes formas de impacto de la COVID-19 entre mujeres y hombres. Es necesario que se incorpore a las personas mayores al debate, así como que se haga efectiva la igualdad y se integre una mirada de género transversal que atraviese todos los ámbitos de participación social y los mecanismos de discusión y toma de decisiones.
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