30 de junio de 2018

Transgénicos: cautela, ruido y rigor

Fotografía ilustrativa de la noticia

Autoría: José María Montero.

Asesoría científica: Nicolás Olea, Federico Mayor Zaragoza, Isabel López, Francisco B. Navarro.

La precaución y las evidencias científicas deben ser los ejes del debate en torno a los organismos transgénicos.

Protagonistas:

* Nicolás Olea. Catedrático de Radiología de la Universidad de Granada y director científico del Instituto de Investigación Biosanitaria de Granada. 

* Federico Mayor Zaragoza. Presidente de la Fundación Cultura de Paz. Presidente del Consejo Científico de la Fundación Areces. Ex-director general de la UNESCO.

* Isabel López Calderón. Catedrática de Genética de la Universidad de Sevilla.

* Francisco B. Navarro. Doctor en Biología. Investigador titular y ex-coordinador del área de Producción Ecológica y Recursos Naturales del Instituto Andaluz de Investigación y Formación Agraria y Pesquera (IFAPA).

* Teresa Cruz. Directora de la Fundación Descubre.

La inquietud social frente a determinados avances científicos, que finalmente derivan en novedades tecnológicas, no es un fenómeno nuevo. De forma periódica los ciudadanos manifiestan sus dudas, cuando no sus miedos, frente a los supuestos beneficios de una nueva técnica que promete resolver alguna cuestión de envergadura. Esa es la primera característica de los avances que suelen generar estas perturbaciones: su potencia, su capacidad para producir  cambios de cierta trascendencia. Así lo señalaba hace algunos años Manel Porcar, jefe del grupo de Biotecnología del Instituto Cavanilles de Biodiversidad y Biología Evolutiva de la Universidad de Valencia quien, además, añadía otros dos elementos a este cóctel: la novedad y la percepción «de una cierta ambigüedad-oscuridad en los resultados». Quizá habría que añadir un cuarto detalle: la frecuente impericia de la comunidad científica para divulgar la naturaleza y trascendencia real de esos avances, precisando, de manera comprensible, ventajas, inconvenientes e incertidumbres.

La energía nuclear, la robótica, la física de partículas o la biología sintética son buenos ejemplos de este tipo de avances que, más allá de las evidencias y sin el detalle de las incertidumbres, alimentan la alarma de un buen número de personas a las que les resulta muy complicado, sin ser especialistas, distinguir la verdad de los bulos, discriminar el rigor en un escenario de voces desiguales donde acostumbra a dominar el ruido (casi siempre interesado).

La transgénesis también pertenece a este grupo de técnicas inquietantes  en donde el debate científico se ve con frecuencia enmascarado por las reclamaciones de defensores y detractores, reclamaciones que llegan a alcanzar una notable virulencia como suele ocurrir cuando la salud y los intereses comerciales conviven en el mismo territorio.

Para hablar de transgénicos a la luz de la ciencia, para fijar las cautelas que deben contemplarse si queremos evitar consecuencias indeseables, e, incluso, para contrastar los avances que estas técnicas han proporcionado al sector primario frente a las ventajas de aquellas otras prácticas agrupadas en torno a  la agricultura y ganadería ecológicas, reunimos en Granada a un grupo de especialistas al que se sumó, como público, una nutrida representación de la comunidad académica.

De izquierda a derecha, José María Montero, Isabel López, Nicolás Olea, Federico Mayor Zaragoza, Teresa Cruz, Francisco Solís, Francisco B. Navarro y Miguel Carrasco / Foto: Charo Valenzuela.

Decidir desde la incertidumbre

Antes de abordar el núcleo de este debate, Nicolás Olea, director científico del Instituto de Investigación Biosanitaria de Granada, insiste, como viene haciendo desde hace años, en la necesidad de aplicar el principio de precaución o cautela siempre que nos enfrentemos a un elemento del que aún no sabemos todo a propósito de su incidencia en la salud humana. «Asociar de forma clara y científica exposiciones ambientales y hábitos con la aparición de una enfermedad lleva mucho tiempo, tanto como la vida de una persona», explica, «así es que cuando esperamos a demostrar el daño para evaluar el riesgo suele ser tarde porque es muy posible que ya haya personas que han sufrido los efectos de ese elemento». Como el coste de la enfermedad es infinitamente mayor que el de la prevención Olea defiende «decidir desde la incertidumbre aunque las pruebas de causalidad no sean totales; es decir, a veces basta con unas buenas sospechas que se apoyen, por ejemplo, en información clínica o en errores previos». Caemos en la trampa de esperar, de manera que «cuando al final se hace una asociación vinculante entre exposición y enfermedad suele ser demasiado tarde».

A la palabra precaución hay que añadirle el concepto de apremio, sugiere Federico Mayor Zaragoza. «Ante cualquier proceso potencialmente irreversible, y con independencia de su incidencia epidemiológica, hay que actuar con celeridad», precisa. Al igual que Olea, prefiere, antes de entrar en materia, señalar las que podríamos considerar reglas de juego irrenunciables, reglas  que, para lo bueno y lo malo, deben sostenerse en el rigor científico: «Quien parcialmente conoce, parcialmente juzga. Si la realidad que nos ha tocado vivir la conocemos de manera superficial sólo podremos transformarla de manera superficial». Y lo cierto, destaca Mayor Zaragoza, es que en este justo instante «ya hay en el mundo más de 130 millones de hectáreas con cultivos transgénicos, sobre todo de soja, y estas técnicas comienzan a aplicarse en otras parcelas que nada tienen que ver con la alimentación como ocurre, por ejemplo, en la lucha contra el dengue usando mosquitos transgénicos». Y no se trata únicamente de poner el acento en las posibles maldades de estos avances porque no hace demasiados años «todo el mundo elogiaba los vegetales híbridos que venían de Holanda, y esos híbridos no eran sino transgénicos mendelianos«.

Otro matiz que conviene no olvidar en este prólogo dedicado a la prevención, un matiz que sintoniza con las cautelas de Nicolás Olea, es el de la epigenética. “Cuando abordamos los posibles efectos en la salud de un determinado elemento”, explica Isabel López, catedrática de Genética de la Universidad de Sevilla, “no podemos despreciar la influencia de los factores ambientales en la expresión de los genes. Es decir, que si una madre fuma no sólo significa que el bebé será más pequeño sino que, además, tendrá unas marcas epigenéticas que a lo peor la hacen más susceptible a una determinada enfermedad”.

Así las cosas, defiende el ex-director general de la UNESCO, hay que multiplicar el debate científico, «haciendo ver, sobre todo a los más jóvenes, que la información excesivamente asequible y fácil no siempre se convierte en conocimiento». Y el conocimiento nace, necesariamente, de la investigación: «Investigar es ver lo que otros ven y pensar lo que otros no han pensado. No nos engañemos: lo importante no son los datos sino pensar lo que nadie ha pensado». La voz de los pueblos, con el asesoramiento de la comunidad científica, «tiene que rebelarse contra un sistema que está dejando que el poder se concentre en un reducido grupo plutocrático, se llame G-6, G-7 o G-20, que hace exactamente lo contrario a lo que debería hacer por responsabilidad con las generaciones futuras». Si a pesar de esta evidencia, y de la popularización de sistemas de comunicación globales, «los científicos nos callamos, tenemos que saber que estamos cometiendo un delito de silencio».

Un momento del Diálogo celebrado en la sede de la Fundación Descubre en Granada / Foto: Charo Valenzuela.

Delito de silencio

Isabel López también lamenta ese «delito de silencio» que ella identifica con una cierta soberbia por parte de la comunidad científica: «Cuando aparecieron los transgénicos consideramos que no era necesario contarle a los ciudadanos lo que se estaba haciendo y para qué se estaba haciendo. Estábamos convencidos de que era una tecnología tan buena, tan fantástica, una tecnología capaz de revolucionar el mundo, que no necesitaba ser explicada. Y es mentira, no es así porque, además, ese silencio ha dejado espacio a los que critican estos avances sin argumentos científicos».

“¿Para qué necesitan, en la actualidad, los consumidores españoles cultivos transgénicos?”, se pregunta esta catedrática de Genética. «De momento para nada», concluye», «más allá del beneficio que pueden obtener, por ejemplo, los agricultores argentinos que nos venden soja transgénica porque, paradójicamente, en Europa no está autorizado su cultivo y sólo sembramos el 10 % de la soja que necesitamos. Somos muy reticentes a la siembra de transgénicos pero el 90 % de lo que importamos son transgénicos». Quizá no haya que pensar en nuestro propio beneficio, argumenta López, «sino en las ventajas que estas técnicas aportan a los países en vías de desarrollo y a las personas que quieren vivir con la misma calidad de vida que nosotros, los habitantes de los países ricos».

Nicolás Olea, catedrático de Radiología de la Universidad de Granada y director científico del Instituto de Investigación Biosanitaria de Granada / Foto: Charo Valenzuela.

Y aún se pueden señalar otras paradojas en torno a los organismos transgénicos porque en el primer mundo las críticas, el temor, sólo parece estar relacionado «con las cosas que entran por la boca, con la alimentación, y apenas existe debate, por ejemplo, con las aplicaciones médicas. Nadie se niega, si es diabético, a inyectarse insulina aún sabiendo que toda la insulina que se consume en el mundo es transgénica; a nadie le parece un problema o un riesgo, sólo nos alarmamos cuando nos dicen que vamos a alimentarnos con un producto que tiene un gen añadido de otro organismo».

La especialidad de Nicolás Olea son los compuestos químicos y no los transgénicos, por eso le inquieta, sobre todo, «el uso abusivo de herbicidas en los cultivos transgénicos, productos como el glifosato que ya sabemos puede ser cancerígeno y que estoy seguro que, después de un largo debate cuyas claves quizá nunca lleguemos a conocer, se terminará prohibiendo».

La cautela, subraya Olea, «es anticiparse. Si no sabemos lo que puede ocurrir mañana, seamos cautos». Esta postura también puede plantearse así: «¿No puedes ofrecerme otro maíz, que no sea transgénico, mientras te aseguras que no causa daños en la salud? Y no me digas que si nos detenemos perdemos competitividad porque entonces voy a tener que enseñarte la factura del gasto sanitario».

¿Para qué necesitamos los transgénicos?

Francisco B. Navarro, investigador del IFAPA, retoma las preguntas de Isabel López: «¿Nos hacen falta los transgénicos? ¿Para qué?». No es cierto, lamenta, «que los transgénicos vayan a solucionar el hambre en el mundo, porque hoy, sin recurrir a los transgénicos, podríamos dar de comer a toda la humanidad y sin embargo hay 800 millones de personas que pasan hambre y otras tantas que son obesas, y tiramos a la basura ingentes cantidades de comida». Éste,  defiende, «no puede ser un argumento a favor, al igual que no podemos usar como argumento en contra que los transgénicos son malos para la salud, porque no existe ninguna evidencia científica que lo demuestre».

Francisco B. Navarro, doctor en Biología y coordinador del área de agroecología en el Instituto Andaluz de Investigación y Formación Agraria y Pesquera (IFAPA) / Foto: Charo Valenzuela.

A este doctor en biología, que también es agricultor en ecológico, le preocupan otras cuestiones: «Que el falso argumento de la lucha contra el hambre sea en realidad una justificación con la que ocultan sus verdaderos intereses las multinacionales y la agroindustria, y que los vegetales transgénicos puedan contaminar los ancestros de la mayoría de las variedades cultivables que tenemos en el mundo». Por ejemplo, el cultivo de maíz transgénico en países como Perú o Bolivia «podría contaminar las variedades silvestres de este alimento, los ancestros del maíz que nos conviene mantener a salvo de posibles alteraciones genéticas porque a esas variedades podemos recurrir para resolver múltiples problemas». En definitiva, la inquietud que se manifiesta en el diálogo no está únicamente relacionada con la salud sino que tiene poderosos vínculos con la economía, la política y la globalización.

«Todos los estudios que se han hecho con los transgénicos que ya se comercializan, organismos que estamos consumiendo desde hace treinta años, indican que no hay riesgo para la salud ni para el medio ambiente», insiste Isabel López. Y en lo que se refiere «a los estudios sobre riesgos sociales, en forma, por ejemplo, de posiciones dominantes en la elaboración y distribución de estos organismos, posiciones que suelen ocupar algunas multinacionales, los riesgos no difieren de los asociados a otros factores de producción, riesgos vinculados al modelo económico capitalista».

«Estamos sometidos a la enorme influencia que ejercen un reducido grupo de grandes corporaciones industriales», denuncia Federico Mayor Zaragoza, quien expone algunos ejemplos de cómo esta influencia no ha podido neutralizarse porque los políticos no cuentan con el asesoramiento de los científicos, porque las decisiones no se apoyan en evidencias científicas. «El caso de las vacas locas«, recuerda este bioquímico, «fue el resultado de la estrategia de grandes firmas norteamericanas para que en Europa los ganaderos dejaran de usar piensos basados en harinas cárnicas y consumieran harinas vegetales de soja transgénica, y todo el debate político y ciudadano que se originó tuvo muy poco rigor científico».

Federico Mayor Zaragoza, presidente de la Fundación Cultura de Paz, presidente del Consejo Científico de la Fundación Areces y ex-director general de la UNESCO, durante el debate, junto a Teresa Cruz / Foto: Charo Valenzuela.

¿Quién decide sobre los transgénicos?

«En lo que se refiere a los riesgos para la salud de los transgénicos yo no admito respuestas tajantes, de sí o no, excepto cuando proceden del ámbito científico independiente e incorporan el juicio clínico», defiende Nicolás Olea. «Que a mis inquietudes no responda el ingeniero o el genetista de la empresa, sino un estudio riguroso que, por supuesto, debe pagar el proponente, no el Estado, para demostrar la inocuidad del producto, y a partir de ahí las autoridades deben decidir», concluye Olea.

Aún admitiendo que su juicio podría resultar muy valioso, Isabel López considera que «es muy difícil incorporar a los médicos al debate sobre los transgénicos porque en la Universidad no les han enseñado biología molecular». Al final, todo gira en torno al mejor criterio científico, al rigor. «Cuando llegan las elecciones, ¿nos leemos el programa que sobre ciencia proponen los diferentes partidos?». Isabel López vuelve a interrogarse para concluir que «nadie se rasga las vestiduras aunque esos programas sean penosos». Y continúa desmontando los que, a su juicio, son otros argumentos tramposos: «Es cierto que hay casas comerciales detrás de los transgénicos, pero también hay países y organizaciones que están tomando la delantera para desarrollar productos que nada tienen que ver con el simple beneficio económico como ocurre con el arroz dorado, un transgénico que aporta vitamina A, de patente libre gracias a la Fundación Bill Gates y los gobiernos de Filipinas y Bangladesh, y cuyo cultivo está bloqueado por la presión de otra multinacional como es Greenpeace».

En Europa, añade la catedrática de Genética, «se han antepuesto las decisiones políticas, influenciadas por la presión de grupos como Greenpeace, a las decisiones científicas. La EFSA (European Food Safety Authority) ha aprobado un buen número de plantas que pueden sembrarse porque son seguras desde todos los puntos de vista, porque se pueden consumir sin problema y no afectan al medio ambiente, y sin embargo en Europa sólo se siembra el maíz transgénico forrajero MON810 mientras se importan vegetales transgénicos para la cabaña ganadera y se compra en EEUU o India el algodón transgénico necesario para fabricar nuestros billetes de euro».

«El miedo a algo produce siempre una oportunidad de negocio», advierte López, y en ese sentido le inquieta que «mientras los científicos no podemos ni debemos ser tajantes los lobbys que se oponen a los transgénicos defienden que son perjudiciales para la salud sin ningún género de duda, y esa falsa certeza se vende muy bien, sobre todo en los medios de comunicación».

Al final el debate se nubla con el ruido que producen unos y otros y se echa en falta la voz, razonada, de la ciencia. «Nuestra experiencia a la hora de ir a contarle algo a los responsables políticos ha sido siempre un fracaso», admite Olea. A este investigador le resulta llamativo que en el Parlamento Europeo «haya un lobby de las corporaciones y un lobby de las ONG, pero no exista ningún lobby que represente a la ciencia». Este vacío resulta decepcionante porque «al final, cuando uno consigue llegar allí después de varios años advirtiendo de un problema, se sienta en un desayuno con un grupo de parlamentarios que, mientras sirven el café, te dejan hablar quince minutos». Esta, concluye, «no puede ser la voz de la ciencia en Europa».

Isabel López, catedrática de Genética de la Universidad de Sevilla / Foto: Charo Valenzuela.

Pero, además, y coincidiendo con el lamento común en torno a la escasa divulgación de asuntos como el de los transgénicos, hay otro pecado en la Unión Europea, a juicio del director científico del Instituto de Investigación Biosanitaria de Granada: «hay una inversión enorme en investigaciones cuyos resultados sólo se publican en revistas especializadas, de manera que rara vez esas conclusiones se trasladan al lenguaje político para ayudar en la toma de decisiones». Y en lo que respecta a acciones que pueden tener repercusión en la salud no está de más «trasladar mensajes rigurosos pero de carácter económico, precisamente para aquellos que toman decisiones con criterios económicos y piensan, por ejemplo, que la salud, que la prevención, es muy cara, sin reparar en el coste, mucho mayor, de la enfermedad».

En un intento de buscar ese espacio para la ciencia en la toma de decisiones nació, en 2007, Initiative for Science in Europe (ISE), de la que Federico Mayor Zaragoza fue su primer presidente. Pero lo cierto es que, rápidamente, recuerda, «las grandes corporaciones hicieron lo posible para que fuéramos irrelevantes, apenas un grupito de científicos independientes que, por ejemplo, se enfrentaban a mil quinientos lobbistas que defendían un determinado transgénico». Es muy complicado vencer esa inercia «si no son los propios países, los gobiernos, los que reclamaran el asesoramiento científico».

A modo de resumen, aunque también podría haber servido de introducción a este diálogo, Francisco B. Navarro explica que «la transgénesis surgió, en cierta medida, observando cómo una bacteria inoculaba su ADN en una planta para sacar provecho de ella. Es decir, que la transgénesis copia algo que ya existe en la naturaleza». Y reforzando este argumento, hasta cierto punto tranquilizador, precisa que «cuando hablamos de organismos modificados genéticamente (OMG) debemos tener presente que todo lo que nos comemos ha sido modificado genéticamente en los últimos diez o quince mil años, porque en ese plazo de tiempo el hombre ha ido mejorando los animales y plantas de su interés, cruzando, incluso, especies diferentes». A este investigador del IFAPA le preocupa mucho más la componente socioeconómica, «la posible pérdida de soberanía alimentaria si las variedades más interesantes, y sus semillas, están en manos de multinacionales, si desaparecen las variedades autóctonas, si el mundo rural sigue despoblándose». Este proceso, ligado a la globalización, advierte, «es el que nos hace más vulnerables».


Ir al contenido