De acuerdo a los datos recopilados en la rigurosa monitorización que desde hace años llevan a cabo instituciones como el Media and Climate Change Observatory y especialistas como Rogelio Fernández Reyes, de la Universidad de Sevilla, y Gemma Teso, de la Complutense de Madrid, en España la cobertura mediática del cambio climático aumentó en 2019 un 88,3% con respecto a los datos de 2018 (a escala internacional ese aumento se ha cifrado en un 73%). A juicio de Fernández Reyes y Teso, y a raíz de la reciente Cumbre del Clima (COP25, Madrid), se ha producido un auténtico “tsunami informativo en torno al cambio climático en las televisiones españolas, un fenómeno sin precedentes en la cobertura de las cumbres monitorizadas con anterioridad. Y son los medios públicos, nacionales y autonómicos, los que aglutinan el mayor volumen de piezas informativas emitidas”.
A pesar del optimismo que puede derivarse de unos datos ciertamente llamativos, los expertos se refieren, por supuesto, a los medios generalistas, y, como suele ocurrir en estos casos, el tratamiento de informaciones vinculadas a conocimientos científicos de una cierta complejidad muestra notables desequilibrios entre cantidad y calidad. Un aumento de la presencia del cambio climático en la oferta periodística diaria no siempre significa un acercamiento riguroso al problema, sus causas, consecuencias y actores.
En pocas semanas, las que el pasado mes de diciembre giraron en torno a la COP25, el universo mediático español se ha visto enriquecido con una extensa nómina de sesudos especialistas en cambio climático, resueltos analistas de los mercados de carbono, meticulosos peritos en dinámica atmosférica y agudos estrategas en gobernanza ambiental. Es una buena noticia, sin duda, pero no siempre el análisis de estos especialistas ha resultado eficaz, bien porque no se ha materializado en informaciones asequibles a públicos no especializados (tarea difícil que es responsabilidad, sobre todo, de los periodistas), o porque ha caído del lado de la intrascendencia, simplificando tanto el mensaje (quizá con la mejor de las intenciones) que finalmente se ha consumido en la más absoluta banalidad.
No voy a detenerme en celebrar lo mucho que hemos avanzado en el tratamiento de la información ambiental en los medios de comunicación generalistas, y el hito que ha significado, dentro de este esfuerzo, la cobertura de la COP25 (baste decir que de los 200 periodistas españoles acreditados alrededor de 40 pertenecían, pertenecíamos, al colectivo de periodistas especializados en información ambiental -aglutinados en torno a APIA-, un número inimaginable hace tan sólo un par de años). Creo que es mejor seguir insistiendo en los elementos que debemos corregir, en las aristas que debemos ir puliendo desde el universo de la divulgación, en las zonas de sombra que requieren de una mayor atención. Por ejemplo, y perdonadme por la obviedad, en ese tsunami informativo del que hablan Fernández Reyes y Teso he visto, una vez más, a colegas que -sin sonrojarse- han pontificado sobre la COP25 sin pisarla, hilando unas cuantas frases hechas, transitando por los correspondientes lugares comunes y rasgándose las vestiduras en defensa, of course, de todo lo políticamente correcto. Demasiadas obviedades, escasa valentía y poco análisis, algo que sería menos tolerable, creo, en cumbres internacionales de otra naturaleza.
Hace algún tiempo, en mi blog, detallé las virtudes profesionales que, de acuerdo a mi corto juicio, eran necesarias para sobrevivir a una COP (si uno pensaba abordarla como periodista y no como simple redactor de ideas ajenas), y también relaté el día después de una Cumbre del Clima con sus claroscuros, sus mensajes entre líneas y sus notas a pie de página. Ahora, algunas semanas después de cubrir la COP25 para los informativos diarios de Canal Sur Televisión, vuelvo a las andadas, rebuscando en los entresijos de un encuentro inabarcable la sustancia inmaterial con la que tejer algunas reflexiones propias (si es que existen reflexiones estrictamente propias), ideas que escapen del murmullo, grisáceo y monótono, que suele abundar en las redes sociales.
Prólogo: ni puristas, ni pesimistas
La primera cautela decisiva (porque pertenece al capítulo de las obligaciones higiénicas) es acometer cualquier análisis AfterCumbre alejándose, a la misma prudencial distancia, tanto de los puristas como de los pesimistas. Unos y otros son veneno a la hora de enfrentarse a esta emergencia climática. Los primeros porque, convencidos de estar en posesión de la verdad absoluta, carecen de la humildad necesaria para escuchar, dialogar, ceder y acordar. Consumen más energía en censurar las opiniones ajenas que en argumentar las propias. Y los segundos porque, en el mejor de los casos, han llegado a la conclusión de que compartir todo tipo de malas noticias nos predispone a la acción, olvidando que ese abuso de catastrofismo sólo conduce a la angustia y/o la indiferencia suicida. Si añadimos el postureo, ese de los lugares comunes y lo políticamente correcto, entonces ya tenemos la peligrosa ‘Triple P’ de la divulgación simplona.
1. Rebajemos la escala: la gobernanza de lo cercano
No nos obsesionemos con la deserción de Donald Trump (deserta de todo aquello en donde no pueda imponer su criterio imperial, ya sea la OTAN, el Acuerdo de París o la OMC) o la tibieza de algunos otros emperadores. El cambio climático es un problema global que exige alianzas globales, sin duda, pero la acción local está adquiriendo una fuerza de tal calibre que, en algunos casos, la suma de esas iniciativas de pequeña o mediana escala supera con creces los efectos de algunas pomposas deserciones estatales. ¿Cuántas empresas, ciudades, estados, universidades, provincias, comunidades autónomas, ciudadanos, están ya actuando para frenar el cambio climático? En Andalucía, para no alejarnos de nuestro territorio doméstico, tenemos excelentes ejemplos de este esfuerzo colectivo que no precisa de alambicados acuerdos internacionales.
Si conseguir un nuevo modelo de gobernanza planetaria se nos presenta como una tarea aún más compleja que el nacimiento de la Sociedad de Naciones (cuya enzima decisiva fue la I Guerra Mundial, ojo), trabajemos en el desarrollo de la gobernanza local, de la gobernanza de barrio, de colegio, de empresa, de universidad, de familia. Si la lucha contra el cambio climático se nos antoja inabarcable, rentabilicemos nuestro esfuerzo en las transformaciones domésticas. Proyectemos nuestros buenos deseos y nuestras mejores intenciones en lo cercano, y no sólo en lo que se refiere a la acción sino también en la educada reclamación (pidamos a los que más responsabilidad tienen que sean los que más se impliquen).
La sostenibilidad tiene mucho que ver con el respeto y la convivencia, así es que no es mal comienzo este empeño, nada intrascendente, por mejorar el espacio interpersonal y a partir de ahí… ir aumentando la escala.
Alimentemos la creatividad antes que la reactividad, pero (por favor) que no nos confundan azuzando nuestro sentimiento de culpa los que tienen mucha más culpa que nosotros.
2. Abran paso, llegan los niños
Si ponemos la lupa generacional sobre este problema aparecerán, también, las ventajas de reducir la escala. No son sólo jóvenes, que ya se habían incorporado a esta movilización y lo que han hecho es reforzar su presencia y su compromiso, ahora aparecen los niños, ahora se suman al escenario de la acción y la reclamación los menores de edad, algo que espanta a tantos voceros (o será que son pocos pero hacen mucho ruido) que algún poderoso valor debe tener, seguro, este fenómeno. Con tanta fuerza ha irrumpido la infantilización (en el mejor sentido del término) en este debate climático que en la COP25 los imperturbables miembros de seguridad de la ONU, en una decisión incomprensible, desalojaron del espacio de negociación, y hasta amenazaron con retirarles la credencial, a algunos de estos chiquillos (y de paso nos inmovilizaron, en tierra de nadie, a los pocos periodistas que estábamos presentes en la triste maniobra).
La (buena) educación no está reñida con la rebelión, con la resistencia, con la protesta. No. En esto también nos está dando una lección, a los adultos, Greta Thunberg y el movimiento de escolares europeos al que sirve de inspiración (por cierto, la generación mejor formada en la historia del continente). Su acción es rotunda pero extremadamente considerada, plural y tolerante, así es que no los molestemos, hagámonos a un lado o, mejor aún, coloquémonos detrás, siguiendo, con respeto, su estela.
Si tecleamos en Google para rastrear qué valores aporta la infancia al conjunto de la sociedad, qué nos aportan los niños, de qué manera la mirada de los más pequeños es valiosa en la resolución de problemas que parecen superar su capacidad de entendimiento, nos encontraremos con miles de referencias que, malinterpretando nuestra pregunta, nos conducen en la dirección contraria, insistiendo en todo lo que los niños pueden aprender de los adultos. Y digo yo que, viendo cómo nos enfrentamos los adultos a ciertos problemas y de qué manera tratamos de solucionarlos, quizá merezca la pena hacerles un poco más de caso no sólo a los jóvenes sino también a los niños y permitirles, incluso, aprender del valiosísimo fracaso que casi siempre precede a los hallazgos decisivos.
Cuando me asomé a una festiva manifestación de niños que reclamaban justicia climática a la entrada de Ifema, en las puertas de la COP25, un adulto, a la vista de las canciones, pancartas ingeniosas y caras pintadas, aseguró que en realidad «estaban jugando». Tal vez no se dio cuenta que justamente en ese supuesto menosprecio estaba el poder de un grupo que, por edad, jamás había pisado una Cumbre. Quizá si el ocurrente adulto hubiera leído a Tonucci, el famoso psicopedagogo italiano, (perdonad la suposición -sin pruebas- y la pedantería -sin arrogancia-), entendería el valor (oculto) de lo que estaba viendo: “Jugar para un niño es la posibilidad de recortar un trocito de mundo y manipularlo, sólo o acompañado de amigos, sabiendo que donde no pueda llegar lo puede inventar” (Francesco Tonucci). La creatividad, claro que sí, es la bendita creatividad sin límites que los adultos perdimos en el camino o dejamos maltrecha a cuenta de recibir mandoblazos y embutirnos en apretados corsés. Una creatividad que en el terreno de la ciencia, y en el de la divulgación, resulta decisiva.
¿Qué hacemos para defender la creatividad en una sociedad así, en un sistema educativo así, en unas empresas así, en unas familias así? ¿Quién protege a los creativos? ¿Quién los defiende de la rutina y el orden? ¿Quién se ocupa de estos exploradores sin los que resultará imposible descubrir soluciones a los grandes problemas de la humanidad, desde el cáncer hasta la depresión pasando por el cambio climático? ¿Quién, sin entenderlos, juzgará imprescindible su manera de hacer, fresca, heterodoxa y hasta caótica? ¿Cómo sobrevivirán a los mediocres y a los estúpidos, a los puros y a los pesimistas, siempre conspirando en contra de la diferencia?
Abran paso, llegan los niños (y las niñas, cuidado…).
3. Al planeta le da igual
Ya sé que quedan monísimas las fotos de osos polares, de paradisiacos arrecifes de coral, de tupidos bosques boreales y de koalas, pero si seguimos insistiendo en el impacto del cambio climático en los elementos más llamativos de nuestra naturaleza nos olvidaremos de que al planeta, en todas sus manifestaciones (monísimas, insulsas o feorras), le importa un pimiento el cambio climático. El planeta se adaptará, una vez más, a lo que venga, y en ese tránsito, una vez más, habrá perdedores y ganadores (efectivamente: nosotros, los humanos, somos perdedores natos).
“Nos enfrentamos a riesgos, llamados existenciales, que amenazan con barrer del mapa a la humanidad”, explica Anders Sandberg, investigador del Instituto para el Futuro de la Humanidad (Universidad de Oxford). Y detalla: «No se trata solo de los riesgos de grandes desastres, sino de desastres que podrían acabar con la historia». Quizá ha llegado el momento de pasear menos a los koalas y un poco más a los habitantes de Tuvalu, dejar de lamentar la terrible existencia de los osos polares y mostrar la lucha por la supervivencia en las aldeas del Sahel castigadas por sequías desproporcionadas que alargan el soudure, moderarnos en la exhibición de los glaciares, los bosques boreales, las selvas tropicales o los arrecifes de coral (como único referente estético a la hora de alertar sobre el cambio global) y poner el acento en las comunidades rurales sin futuro o en los inhóspitos arrabales de las megalópolis.
La naturaleza, en mi opinión, no debería usarse como sobresaliente espejo de la catástrofe, porque la catástrofe la vamos a sufrir los que miramos, arrobados, a esa naturaleza que no tiene en si misma más sentido que el que nosotros, pobres víctimas, queramos otorgarle. Mejor que hablar de lo que podemos hacer por salvar esa naturaleza, para la que somos un elemento banal, creo que debemos insistir en lo que la naturaleza puede hacer por nosotros, por nuestra propia supervivencia como especie, y aplicarnos en la tarea no sólo de conservarla sino, sobre todo, de restaurarla (o dejarla en paz, para que lo haga ella misma).
4. Escuchar a los pequeños
¿Qué cinéfilo no recuerda el Senado Imperial de Coruscant? Sí, el de Star Wars (Episodio III, La Venganza de los Sith), esa especie de colmena circular, gigantesca y oscura, en donde están representados los miles de mundos habitados que componen el cinematográfico imperio galáctico. Todos están representados, sí, pero el poder recae en un grupo reducido de mundos que dejan que la voz de los pequeños se oiga pero que no se escuche. Inspirado (asegura la Wookieepedia) en las maniobras de Augusto para transformar la República Romana en el dictatorial Imperio Romano, el Senado de Coruscant muestra esa fórmula aparentemente democrática en la que todos pueden hablar, pocos son escuchados y sólo una discreta minoría disfruta de auténtico poder ejecutivo.
No sé por qué el plenario de la COP21 (París) me recordó esa deshumanizada imagen galáctica, la misma que encontré en la COP25 (Madrid). Pude escuchar sin trabas a los pequeños, incluso a los muy pequeños, pero no estoy muy seguro de que el resto de la colmena estuviera atenta a sus alegatos (no confundir las exquisitas normas de protocolo que dicta la diplomacia internacional con la escucha atenta). Y fueron en esos discursos humildes, de países y colectivos humildes, donde encontré las más crudas evidencias del sufrimiento que ya está causando el cambio climático, los más desesperados y sinceros mensajes de socorro, las propuestas más atrevidas y ecuánimes. Escuchando a los más pequeños supe de la urgencia, de la emergencia, sin rodeos ni eufemismos.
La prórroga de la clausura, que convirtió a la COP25 en la más larga de la historia, obligó a algunas de las delegaciones (sí, las pequeñas, las humildes) a regresar a sus países sin poder participar en las deliberaciones finales. No, no es que tuvieran prisa, es que no podían asumir el coste de un cambio de vuelos y hoteles. A veces para votar es imprescindible poder pagar, y esa es una de las discriminaciones, ocultas, que deben corregirse en este tipo de cumbres planetarias.
5. El tiempo del sufrimiento
La emergencia climática requiere el diseño de nuevos paradigmas en el terreno de la economía, de la ecología, de la politología… pero lo que más necesitamos es reforzar la empatía, antes incluso de ese esfuerzo por multiplicar los conocimientos académicos. La empatía, que no requiere de cátedras ni de inversiones millonarias, es una virtud muy poderosa que, sin embargo, se nos antoja cada vez más rara y escasa.
Ha llegado el tiempo del sufrimiento, es el precio de la inacción, y la inercia del cambio climático que, aún actuando de forma urgente y decidida (algo que no parece del todo posible), va a originar una dolorosa crisis humanitaria en multitud de territorios, algunos de ellos a escasos kilómetros de casa. Si no somos capaces de ponernos en el pellejo del otro, si pensamos que el dolor no nos va a alcanzar a nosotros, si miramos para otro lado convencidos de que las inundaciones, las olas de calor, las sequías o las enfermedades emergentes sabrán discriminar nuestro lugar de nacimiento, el saldo de nuestra cuenta corriente, el escudo de nuestro pasaporte o nuestro color de piel… es que nos fallan, a un tiempo, el cerebro y el corazón.
Tal vez nuestras capacidades como especie, incluida la empatía, se están viendo superadas por la naturaleza y la magnitud del problema, y el colapso, o la autodestrucción, son inevitables. Pero aún así, y como ocurre con los enfermos terminales, mejor sería evitar el sufrimiento hasta donde la empatía sea capaz de reducirlo.
6. Ciencia con emoción: el poder de las metáforas
La rotundidad de las evidencias científicas en torno al cambio climático ha alcanzado tal magnitud que el negacionismo no es ya una postura basada en la dudosa credibilidad del trabajo de miles de investigadores. El negacionismo es ahora una forma de oportunismo disfrazada de lícito escepticismo. El mantra es sencillo: “Si la ciencia viene a estropearme el negocio, cuestionemos el rigor de la ciencia antes que revisar el coste ambiental y social de nuestro negocio, su peligrosa viabilidad”.
Pero la ciencia, impecable en sus postulados racionales, necesita de la emoción para buscar cómplices más allá de su burbuja endogámica, para hacer que sus alertas sean entendidas por los ciudadanos que nada saben del método científico y que son tremendamente vulnerables a las soflamas (esas sí, cargadas de calculada emoción) de los que ven amenazados sus negocios o comprometido el pago de sus deudas monumentales, y para salvarse hacen a la ciencia culpable de un alarmismo ciego que sacrificará el sacrosanto crecimiento económico y el bendito desarrollo.
La metáfora es, en manos de los científicos más creativos, una poderosa herramienta emocional que, alejándose del discurso indescifrable, no traiciona el rigor. Hace años, con la sencillez con la que explicaba lo complejo, me lo resumió José Luis Sampedro, un novelista emocionante, un economista atípico con el que me gustaría haber tenido más relación que aquel encuentro inesperado y fugaz en la recepción de un hotel granadino: “Si metemos un pollito en una caja de zapatos nadie en su sano juicio podrá pensar que el pollito crecerá sin límite o que, al menos, se convertirá en lustrosa gallina sin destrozar la caja, y sin embargo estamos en manos de los que aseguran que el pollito no dejará de crecer ni romperá el contenedor por mucho que la caja de zapatos tenga un tamaño innegociable”.
7. Del tobogán al precipicio
Llevo décadas abonado a las impecables metáforas de Miguel Delibes y algo menos a las ingeniosas y certeras que me regala, de COP en COP, David Howell, uno de los observadores más lúcidos en estos farragosos encuentros. En COP25 me explicó la diferencia entre un suave tobogán de largo recorrido y baja velocidad en el que podríamos habernos deslizado, sin vértigo ni peligro, desde el volumen de emisiones que la ciencia ya señaló como insostenible hace tres décadas hasta unos niveles que no pusieran en peligro nuestra propia supervivencia, y el precipicio, profundo y vertical, al que nos vemos obligados a lanzarnos de cabeza (y sin paracaídas) en el escaso tiempo que nos queda para evitar el colapso.
Y mientras vamos cayendo en picado, cual Titanic camino al iceberg a toda máquina, no abandonemos la empatía porque, como en el caso del transatlántico, los primeros en ahogarse serán los de tercera clase, claro, pero al final el agua llegará hasta el salón donde bailamos, despreocupados, los afortunados pasajeros de primera clase. ¡Ah!, y tampoco nos olvidemos de lo inútil que resultará nuestra soberbia en este mal trago: los efectos de la peor catástrofe siempre son relativos, sobre todo si hablamos de ese planeta al que como especie le resultamos prescindibles, porque para los pasajeros del Titanic el hundimiento del buque fue una desgracia, pero para las langostas, que en las peceras de la cocina esperaban ser cocinadas, fue un verdadero milagro.
8. Los medios del ego
Cuando todas las noches me colocaba delante de la sala Baker, la sala del plenario, para tratar de explicar en directo lo que había ocurrido durante esa jornada de negociaciones en la COP25, escuchaba, como es lógico, las peroratas de algunos de mis colegas (todos trabajábamos en ordenada, apretada y obediente fila). Y, una vez más, me topé con esos clásicos-de-ayer-y-de-hoy más propios de una retransmisión deportiva o del relato vacuo de una interminable final de Eurovisión: la nada convertida en crónica, la peripecia del periodista por encima de los acontecimientos, las certezas de cartón piedra en un escenario repleto de incertidumbres, las frases hechas, las anécdotas elevadas a la categoría de exclusiva, los lugares comunes, la ciencia como revestimiento y no como cimiento,… Insisto: había magníficos cronistas, impensables hace muy pocos años, pero estas reflexiones que comparto en iDescubre no buscan el halago y la autocomplacencia sino los errores (que todos cometemos, por supuesto) sobre los que hay que seguir trabajando.
La televisión es particularmente tramposa cuando se mueve en este tipo de escenarios, por eso he de admitir que el tratamiento formal que ofrecieron algunos canales, algunos programas, algunos colegas, favoreció una irritante distracción benevolente con apariencia de abordaje riguroso. Es decir, profesionales que saben de cambio climático lo mismo que de música pentatónica china impartían doctrina sin despeinarse gracias al glamour que procura la televisión: lucían muy bien vestidos y maquillados, jugueteaban con gafas de moderna montura, tomaban notas (así como sesudas y apresuradas) en impolutos moleskines, se movían por el plató en delicada coreografía, adornaban su discursos con imágenes de koalas y osos polares, y miraban directamente a la cámara con la arrogante seguridad de aquel directivo de Camp (Manuel Luque) que nos convenció de las bondades del detergente Colón. Y alguno de ellos, incluso, se embarcó, sin pudor, en la escritura de columnas y artículos a propósito de las claves de la Cumbre, textos sosos y huecos, buscando quizá el lustre que todavía otorga la prensa escrita.
Menudo desperdicio. Los más potentes medios de comunicación entregados al ego, los fuegos de artificio y la vacuidad: “Ya están aquí los que tanto saben de cubrir crisis y nada saben de la crisis que tienen que cubrir” (Rosa María Calaf, dixit). A ese tipo de periodismo, creo, hay que dejar de llamarle periodismo, para no confundir a nuestros receptores ni menospreciar el trabajo de los verdaderos periodistas.
9. Nuevos escenarios de acción
El punto 1 nos debería llevar, de manera natural, a este otro ítem. Los discursos bienintencionados y biendocumentados y bienexplicados requieren de escenarios donde llevarlos a la práctica. Los parlamentos son tentadores, al igual que las salas de conferencias y las aulas universitarias, pero para hablar de cambio climático también hay que asomarse a los mercados de abastos, los estadios de fútbol, las iglesias, los parques, los asilos, los teatros, los bares, las guarderías y hasta las cárceles. Y proponer, en esos mismos escenarios, acciones modestas que sumen en ese cómputo humilde pero imparable de lo cercano, de lo doméstico, de lo que se mueve lejos de los senados imperiales pero muy cerca de la tierra, la que se escribe sin mayúscula inicial, esa que pisamos a diario.
10. El dedo de Greta
Hay niños, muchos niños, que mueren cruzando el mar en busca de una vida digna. Niños que terminan alimentando el turismo sexual de adultos adinerados y sin escrúpulos. Niños que triunfan en la selva de la farándula o se pasean por las pasarelas de medio mundo. Niños que juegan a ser adultos en programas de televisión casposos. Niños que rebuscan en los basureros para sobrevivir. Niños que ayudan a sus padres en humildes negocios, en explotaciones agrícolas, en ruidosos mercadillos. Hay niños que cuidan de sus hermanos, de sus padres, de sus abuelos, asumiendo responsabilidades muy por encima de su edad. Niños que acuden a escuelas de fútbol, o de danza, bajo la inquisidora mirada de sus padres que quieren convertirlos, al precio que sea, en Leo Messi, Megan Rapinoe, Tamara Rojo o Israel Galván. Hay niños que compiten por ser chefs en concursos donde la cocina es una guerra y no un placer. Hay tantos niños a los que no dejan ser niños, que resulta sorprendente (por usar un calificativo suave) la estúpida preocupación que ha asaltado a esa caterva de adultos empeñados en salvar a Greta Thumberg de las garras de sus malvados padres, de los oscuros tejemanejes de ciertas multinacionales o de maquiavélicos lobbies (desconocemos cuáles, por cierto) y del estrés que debe de estar provocándole tanta lucha. Perdonadme el topicazo, pero mientras Greta señala a la luna sólo los tontos se fijan en el dedo. Y si se enfadan tanto, y la emprenden con esta joven, no es sólo porque señala lo que algunos (demasiados) no quieren ver, sino porque después de señalar el problema se remanga y se pone a trabajar, a predicar con el ejemplo. Lo que molesta no son sus discursos sino sus acciones. ¿Dónde se ha visto una niña dando lecciones en vez de pasearse, bien maquillada y ligera de ropa, por una pasarela o un escenario? La reacción contra Greta Thunberg es intencionadamente agresiva, viejuna y muy, muy machista.
¿Qué hubiera sido de nosotros, como civilización, sin el ejemplo inspirador de Gandhi, Rosa Parks, Luther King, Ana Frank o Mandela? Ninguno, ninguna, se encuentra ya entre nosotros, pero abrieron caminos por los que hoy transitan millones de personas en busca de un futuro mejor. Tengo la sensación de que el icono Greta va a desaparecer de la primera línea en breve, y creo que ese paso atrás fortalecerá aún más el movimiento que se ha ido tejiendo en torno a su persona, un movimiento que necesita líderes, como todos los movimientos, pero que precisa, sobre todo, de la inspiración (y el estimulante enfado) que el dedo de Greta, y sus acciones, ya han dejado en todo el planeta.
Epílogo: cinco preguntas de difícil respuesta
- a) Alcanzar la neutralidad en carbono significa transformar el sistema económico de manera radical, en muy poco tiempo y sin dejar a nadie atrás en esa carrera de obstáculos. ¿Es posible o es una utopía que ya no vamos a ser capaces de alcanzar?
- b) Si no existe un modelo de gobernanza global y, en consecuencia, no existen mecanismos para hacer de los compromisos internacionales una obligación, ¿es posible actuar con decisión, justicia y rapidez, desde la generosa voluntariedad de los gobiernos?
- c) Cada vez que se celebra una COP se insiste en el elevadísimo coste de la transición ecológica y no son pocos los países que se arrugan ante un esfuerzo aparentemente inasumible, pero… ¿por qué no somos capaces de explicar (bien) el coste, terrible, de la inacción?
- d) ¿Cómo conseguir que la transición, además de rápida y efectiva, sea justa, sobre todo para los más vulnerables (desfavorecidos, mujeres, niños, indígenas, desempleados, ancianos…)?
- e) Más allá de la calle, ¿hasta dónde llegará la voz de los más jóvenes? ¿Qué influencia, qué capacidad de negociación, qué poder de decisión tendrán los nuevos movimientos sociales en el sofisticado mecanismo de debate del senado galáctico en el que se han convertido las COP? ¿Cómo se encaja la urgencia de la juventud en la desesperante lentitud de los estados y las organizaciones?
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