Mar Cano murió la primavera del 2015, mientras yo trabajaba en Brasil. Me enteré de su muerte tarde y mal; bien es verdad que en ningún momento, en ningún lugar, podría haber aceptado de otra forma que mal su desaparición. Mar era un ser humano excepcional: inteligente, buena, valiente, sensible y firme como una roca. Era de esas pocas personas que se podían pasar años sin tener contacto con ella, pero que cuando se tenía un problema, cuando se la necesitaba, estaba ahí. Sabía escuchar y, sin que casi uno se diera cuenta, sugerir caminos para navegar hacia soluciones positivas. Su generosidad iba unida a su prudencia.
En su trabajo, en su amada profesión, usó con generosidad, afortunadamente para todos, sus capacidades y virtudes. Se entregó a ellos con pasión, con la inteligencia y la fuerza que ponía en todo lo que hacía. Esa entrega y su valentía fueron sin duda responsables de que fuera la primera mujer que llevó una cámara en España, como corresponsal de Televisión Española (TVE) en Almería, y fuera también una pieza fundamental para que gacelas y arruís del Norte de África estén hoy mucho más lejos de la extinción que cuando Mar Cano, hace más de cuarenta años, hizo de la conservación de esas especies su objetivo vital. Recuerdo muy bien cuando José Antonio Valverde, en 1970, me habló por primera vez de las gacelas. Fue entonces cuando me dijo: o convencemos a Antonio Cano para que forme parte del proyecto, o esto fracasa; nadie como él puede llevar a buen puerto lo que tan desorganizadamente se nos va a venir encima. Y esta vez Valverde se equivocó, sólo un poco, pero se equivocó. Antonio nunca hubiera podido pasar aquellos durísimos años iniciales en los que se montó el Centro de Rescate de la Fauna Sahariana, sin la ayuda, el trabajo y la constancia de Mar. Valverde se dio pronto cuenta de la valía de esta joven rabiosamente rubia y del papel fundamental que podía realizar en la conservación de las gacelas. Enmendó su error y trasformó el dúo en un trío. Fue con ella al Sahara a buscar gacelas y con Mar consiguieron rescatar más de 100 ejemplares de gacelas y arruís que fortalecieron los rebaños del centro de Almería. Luego le dirigió su tesis y fue su amigo y uno más de sus muchos admiradores.
Conservación de la fauna africana
Si el trabajo, científico y de gestión, de Mar fue siempre importante para la conservación de las gacelas, se hizo indispensable cuando su padre, como ella, murió en una primavera, la de 1983. Después de la muerte de Antonio, y es para mi imposible imaginar el dolor que debió sentir ante la muerte de un ser tan querido y admirado por ella, no abandonó, no se hundió, apretó los dientes y con más fuerza que nunca, luchó por el objetivo que este trío de excepcionales y visionarias personas se habían trazado: salvar a gacelas y arruís del Norte de África. Ya en el CSIC, primero como titulado superior y luego como investigadora, en la Estación Experimental de Zonas Áridas que dirigió durante cinco años, continuó su labor y mostró sus dotes diplomáticas en el antes y el después de trasladar las primeras gacelas mohor a África en 1984.
Desgraciadamente no todo fueron alegrías en esta aventura por conservar las gacelas. Mar pasó momentos malos o al menos, la palabra malo no cuadra con ella, momentos tristes. Las instituciones en España demasiadas veces valoran poco el pasado, interpretan mal el futuro y actúan torpemente en el presente. Con algo así tropezó Mar. Cuando el instituto, como debiera, empezó a crecer y comenzaron a llegar jóvenes y brillantes investigadores, las autoridades del CSIC, a diferentes niveles, no supieron o no quisieron valorar su pasado, ni fueron capaces de utilizar adecuadamente, para el futuro, a una persona con la valía y los recursos de Mar. Los intereses pequeños prevalecieron ante los grandes. Afortunadamente los cimientos que habían dejado este excepcional trío, eran muy sólidos y capaces de soportar borrascas y tormentas. Muchos siguieron trabajando en la línea de investigación/conservación que ella había abierto y capitaneado durante años en el instituto y, en la misma primavera que Mar nos dejaba, en el Sahara, cerca de Mauritania, se liberaban gacelas mohor. Mar lo hubiera celebrado con los suyos acompañándose, quizás, de un buen vino. Nunca fue rencorosa esta mujer y nunca, las pequeñas cosas le impidieron disfrutar de las grandes.
La muerte de Mar Cano Pérez ha sido una tragedia para su familia y deja un inmenso y un doloroso hueco difícil de llenar entre sus amigos y la mucha gente que la quería. La conservación de la naturaleza, la biología de la conservación en este país, han perdido un sólido referente. Nos queda su exitosa obra y su ejemplo. Pero entender esta perdida es difícil, sólo unas palabras de Camarón (“cuando Dios nos da la vida también nos condena a muerte”) me hacen aceptar lo inevitable: la muerte de una gran mujer que vivió la vida intensa y honradamente. Mi prima Mar.
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